domingo, 5 de julio de 2020

The English Game

Probablemente quienes no sean amantes, o al menos aficionados, al fútbol decidan descartar la serie The English Game, de Netflix. Mediante esta breve reseña solo me atrevo a pedirles que le den una oportunidad, porque es más que una miniserie sobre los orígenes del fútbol en la Inglaterra obrera de la década de 1880: es la historia de la lucha de clases. De hecho, en sus seis capítulos apenas hay secuencias de tres partidos, porque el telón de fondo es el de la formación de la clase obrera inglesa. En efecto, el mismísimo E.P. Thompson habría firmado, siguiendo la estela de Friedrich Engels y Karl Marx antes que él, un guion impecable que relata el enfrentamiento entre dos visiones antagónicas del mundo: de un lado, una clase adinerada que ha creado un juego cuyas reglas ha escrito para divertirse, porque gana suficiente dinero para no preocuparse por su sustento diario; de otro lado, una clase trabajadora que desempeña jornadas de 16 horas diarias con un solo día de descanso, para la cual el fútbol es una vía de escape y que necesita ser pagada para poder dedicarse a él... porque los creadores de ese noble deporte han decidido que solo se juegue de manera amateur. 

En este contexto aparece Fergus Suter, natural de Glasgow, con su inseparable Jimmy Love, ambos contratados por el dueño de la fábrica de hilados de Darwen para jugar por el equipo local, aparentemente en calidad de empleados de la factoría, para cubrir un fichaje remunerado que estaba prohibido por las leyes del momento. Una vez las piezas están sobre el tablero, encontramos un elenco clásico de personajes: Arthur Kinnaird, estrella de los Old Etonians, perennes triunfadores de la FA Cup, básicamente porque los fundadores del fútbol y el presidente de la Federación juegan en su equipo. Para ellos la irrupción de los jugadores de clase obrera pagados por jugar supone un atropello: porque viola las reglas de su juego, y porque implica la entrada en escena de un actor que les resulta desagradable e incómodo. Pero la corriente de la historia comienza a correr y nada parece capaz de detenerla. Mientras las tensiones entre ambos bandos se desarrollan a lo largo de los capítulos, otros problemas aparecen y mueven a la reflexión del espectador: la migración forzada por motivos económicos, la condición de las mujeres de clase trabajadora, la violencia de género, el alto riesgo de exclusión de las madres solteras (algunas de ellas madres de vástagos engendrados por miembros de la misma clase burguesa que ahora les da la espalda)...

Y ante todo, dos elementos que convierten el argumento en emocionante, pero que hacen que la historia pierda credibilidad: el primero es evidente, porque por muy humano que Arthur Kinnaird quiera mostrarse, es poco creíble que acabe empatizando con aquella misma clase a la que debe explotar como banquero e hijo de banqueros; el segundo es triste, dado que al final de la trama los trabajadores prefieren unir sus esfuerzos para conseguir la victoria de Blackburn en la final de la FA Cup frente a los Old Etonians, conscientes de que sean o no hinchas de Blackburn, será una victoria global de la clase trabajadora del condado de Lancashire. Digo triste no por este hecho en sí, sino porque los trabajadores, desafortunadamente, rara vez nos hemos sabido poner de acuerdo para unirnos y enfrentarnos al enemigo real. Aún así, la emoción ahogada en la garganta cuando se visionan las últimas imágenes es suficiente para mantener esperanza en un futuro mejor para todos. 

domingo, 7 de junio de 2020

La conjura contra América

Podría parecer que mis lecturas de cuarentena han sido oportunistas, pero os puedo garantizar que no: de hecho, me ha llevado años aproximarme a Philip Roth porque siempre me ha parecido que su prosa es demasiado densa, y me animé hace un mes a leer La conjura contra América como preludio para ver la serie después. Sigo pensando que el estilo de Roth es recargado y que no anima a la lectura si lo que se quiere es conocer los hechos de manera clara y sucinta; pese a ello, la historia merece la pena. Es preciso diferenciar entre la ficción de la novela y lo que estamos viendo en las calles de Estados Unidos en las últimas dos semanas, de modo que empezaré por la ficción, si no os parece mal. 

La historia que se cuenta en La conjura contra América es ficticia, pero verosímil en un país en el cual, como una compañera de trabajo me dijo una vez, la fiesta siempre puede acabar mal. En este caso, un candidato a la presidencia de los Estados Unidos por el Partido Republicano (no es casualidad) acaba alzándose con la victoria frente a Franklin Delano Roosevelt, en cuyo haber se cuenta tanto la recuperación económica tras el Crack del 29 como una intensa campaña por participar en la Segunda Guerra Mundial para combatir al nazismo. Charles Lindbergh se convierte así en presidente con una fórmula muy sencilla: la bandera de la paz y del aislacionismo estadounidense, tan presente en la política exterior de aquella nación hasta inicios del siglo XX. Solo hay un detalle que convierte a su presidencia en algo inquietante: es un declarado antisemita. 

Los mecanismos que posibilitan el ascenso de Lindbergh son los mismos que hemos visto siempre en cualquier campaña electoral: una extraña y explosiva mezcla de mensajes grandilocuentes que todo el mundo quiere oír, un tema central repetido de manera machacona, y una simpatía capaz de cautivar a propios y extraños. El drama en el caso que nos relata Roth es que esa simpatía consigue que al candidato republicano le voten incluso quienes se adivinan como sus víctimas inmediatas: la comunidad judía, arengada por algún que otro rabino que se siente investido de una voz de mucha mayor autoridad de la que le correspondería en un mundo en el que la justicia existiera. Así llega el presidente a controlar los destinos del país, mientras alcanza acuerdos secretos con Alemania para mantener a Estados Unidos en su posición de neutralidad, que no es sino una colaboración encubierta con las fuerzas del III Reich mediante el envío de armas. 

Como no podía ser de otra forma, un contexto tan poco propicio provocará un auténtico seísmo en una familia judía modelo: los Roth, que ven tambalearse sus cimientos cuando su sobrino adoptado, Alvin, pierde una pierna combatiendo en las filas británicas, y su hijo mayor Sandy se declara admirador del presidente, renegando de la propia comunidad a la que pertenece, a la que se refiere despectivamente como "you people". En más de una ocasión su padre tendrá que reconvenirle para recordarle que ese "you" que se empeña en usar destilando bilis en cada palabra le incluye también a él, aunque no quiera. La combinación es tan desazonadora que en un momento concreto de la novela todo parece a punto de estallar por los aires: la familia Roth, la comunidad judía de Newark, el país y, con él, el mundo en su conjunto. Algo sucede que provoca un desenlace inverosímil: la desaparición del presidente, por unas razones y en unas circunstancias que no revelaré para no hacer más spoilers a posibles lectores, pero que hacen que el final del relato resulte trepidante. 

Si en algo resulta profético el relato de Roth es, especialmente, en el acierto para demostrar que cuando un colectivo desfavorecido y minoritario se extraña de sí mismos, votando a quien representa unos intereses radicalmente opuestos a los suyos, simplemente porque siempre ha deseado ser otra cosa, corre un riesgo muy grave de perder su propia esencial, de olvidar su camino, y lo que es peor: de arrojarse en manos de la tiranía. Hago esta reflexión mientras observo las imágenes desoladoras de la población afroamericana en Estados Unidos, indignada contra el presidente Trump y su silencio cómplice frente al supremacismo blanco: un mal endémico en aquel país, que nunca desaparecerá mientras no se adopten medidas claras que impliquen el reconocimiento tácito y evidente de la igualdad de todas las personas, con independencia de su condición étnica. Y pienso esto mientras recuerdo cómo en las elecciones de 2016 una proporción nada desdeñable de población latina y afroamericana declaró con orgullo su voto favorable al hoy presidente de los Estados Unidos, amparándose en una máxima simple y efectiva: "America first". 

Lo que entonces todos olvidamos es que la "America" que entonces tenía Donald Trump en mente tenía poco que ver con esa tierra que se proclama a sí misma cuna de la democracia y de la libertad. Era una América que él concibe en términos de su propio grupo: la élite adinerada, el mundo de los negocios... en definitiva, aquellos que se creen demasiado buenos como para juntarse con el pueblo, por un miedo despreciable a que sus caros trajes se manchen con el olor de los problemas de la gente. Ahora, cuando han transcurrido cuatro años y se celebrarán nuevas elecciones, es importante que seamos todos conscientes de lo que está sucediendo; que no nos dejemos engañar más por promesas y discursos vacuos; y que seamos capaces de actuar en las urnas con la responsabilidad suficiente como para no pasar otros cuatro años lamentando el error. Porque la simpatía y la buena presencia no son motivos para optar por el individuo que ha de dirigir los destinos de un país: pueden ser razones para invitar a alguien a unas copas y pasar un rato de risas, pero asumir el gobierno de una nación con la voluntad firme de todos los colectivos que la integran, y que tienen igual derecho a ver sus voces reflejadas en las medidas del gobierno, no es cosa de risa. 

En absoluto. 

domingo, 17 de mayo de 2020

Sostiene Pereira - Exilio interior

Cuando cursaba el Máster en Estudios Hispánicos de la Universidad de Cádiz, en 2007, leí Sostiene Pereira por recomendación de Diego Caro Cancela, profesor que me marcó durante aquella etapa y que nos impartía una asignatura centrada en los procesos de transición democrática en el mundo en la segunda mitad del siglo XX. Lo primero que he de decir es que tomé su recomendación al pie de la letra, por la curiosidad que me suscitaba la historia reciente de Portugal: un país vecino que nos mira a nosotros con mucho más respeto, hermanamiento y admiración de los que nosotros solemos mostrar hacia él, con nuestros cuellos siempre vueltos hacia el norte de Europa. 

La historia de Pereira debe identificarnos a todos, porque es la historia de la condición humana: un alma contradictoria, que ha pasado su vida de espaldas a la política y al profundo proceso de regresión democrática experimentado en su país, convenciéndose de que nada va a pasar si él no se mete en líos, pero que un buen día se mira a sí mismo en el espejo. Y quién lo iba decir: pasados los sesenta años, de pronto se da cuenta de que no se gusta. Por una extraña providencia, en ese preciso momento conoce al joven Monteiro Rossi, que le recuerda al joven que él fue y a la persona que podía haber sido, si hubiera decidido seguir sus impulsos en lugar de convertirse en alguien sumiso al poder. 

Por eso y porque Pereira ve en Monteiro Rossi y su joven amada, Marta, a su propia imagen y la de su esposa difunta, con cuya fotografía conversa a diario; por eso y porque Monteiro Rossi también rellena el vacío de aquel hijo que nunca tuvieron; como consecuencia de la suma de todas estas circunstancias, Pereira decide imprimir un giro a su vida y convertirse en alguien que toma partido por la causa de la subversión. Lo hará de manera tímida, pagando de su bolsillo las efemérides por anticipado de literatos famosos que su pupilo escribe, pero que son impublicables por su contenido político, que no superaría jamás la estricta censura del Portugal salazarista. Y lo hará sin dejar de mirar su reflejo en el espejo día a día, para preguntarse si verdaderamente está haciendo lo correcto, mientras su mujer le responde con su eterna sonrisa desde el portarretratos. 

Si le restaba alguna duda sobre su manera de proceder, el doctor Costa, médico de la clínica talasoterápica en la que Pereira pasa una semana, le anima a dejar de lado a su superyo y dejar libre el paso a su nuevo yo hegemónico. Así, Pereira va transitando lentamente de un conformismo irritante a un exilio interno, que consiste en la ayuda a la disidencia desde su actitud silente y abnegada. El tránsito del exilio interno al exilio exterior llegará, en cambio, con gran virulencia: la misma que unos supuestos agentes de policía emplean para torturar y asesinar a Monteiro Rossi, un día antes de que sea el propio Pereira quien publique su primer artículo firmado en las páginas del Lisboa, denunciando la tropelía cometida contra su protegido, mientras emprende el camino del exilio, acompañado siempre del recuerdo de su mujer. 

¿Es Pereira mejor o peor ser humano por actuar de la forma en que lo hace? Mi conclusión es que, en resumen, es un ser humano: contradictorio, torturado por sus remordimientos, pero dispuesto a cuestionarse a sí mismo y a cambiar sus convicciones, independientemente del momento de su vida en el que se produzca dicho cambio. Eso sí: sin renegar nunca de lo que un día fue, precisamente para asentar los pies con firmeza en lo que ahora comienza a ser. También es humano en la fatalidad de nuestro destino, porque del Portugal de Salazar, sorteando una España azotada por la Guerra Civil (la novela transcurre en 1938), se adivina que Pereira parte a una Francia donde, en breve, el panorama no tardaría en ser aún más desolador que en su país de origen. 

Me quedo con una reflexión final de la novela, en labios de su confesor, el padre António: "No entiendo por qué apoyamos a Franco, que se ha sublevado contra un régimen republicano, elegido por el pueblo, cuando nosotros mismos somos una República".