domingo, 8 de marzo de 2020

Crítica de "Parásitos"

Veo Parásitos, aunque de entre las películas que hay en la cartelera no es mi primera opción. Pero la veo porque me dejo llevar por la euforia post-Oscar y porque, además, ese fin de semana estoy en Bilbao con mi pareja y me apetece ver las salas de cine de La Alhóndiga (por cierto, la mar de cómodas). La película me convence desde el principio, aunque el hilo conductor resulta un poco previsible: cuando el amigo guaperas anuncia al protagonista que se va a marchar un tiempo y que le cede la chica a la que imparte clases particulares, uno puede ver venir que su interlocutor, sumido en la inmundicia en su casa familiar, va a intentar aprovechar la ocasión para desplazar al profesor titular y, de paso, integrar a toda su familia en el nuevo universo de los ricos en la sociedad surcoreana. Así y todo, el tren de razonamiento del protagonista conecta con el público, por aquello de que todos tenemos en nuestro corazón un revolucionario en potencia que desea luchar por las causas justas en un mundo dominado por la voracidad del capitalismo neoliberal. 

No obstante, pronto se puede entrever que la historia va a reventar por algún sitio: es fácil inventarse una vida para uno mismo; es más, hasta puede ser fácil inventar una vida paralela para tu hermana, padre y madre, si me apuras. Lo difícil es mantener el equilibrio en un escenario en el que todas las partes en conflicto tienen que interactuar, aparentando no conocerse y luchando con esos pequeños detalles que se escapan al cerebro más calculador, como el olor del detergente que usan para lavar la ropa, que resulta sospechoso al niño de su familia adoptiva. Quizá pueda explicarse esta situación por ese punto de hybris o de soberbia que es inevitable cuando se sale de la nada y de pronto se tiene todo: ¿dónde puede estar el techo? Precisamente en perder la noción de la realidad y creer que la vida que has construido de la nada no es eso, una ficción, sino tu vida verdadera. Entonces aparecen las goteras y pronto el huracán te acaba arrastrando con todos tus sueños. Hasta ahí, compro la historia al cien por cien; lo único que no me convence es el giro tarantiniano de la última hora, ni los cabos sueltos que quedan en el cierre de la historia. 

Al final, me marcho con la sensación de haber leído una novela muy buena, en cuyas páginas finales el autor se ha cansado de escribir y, deslumbrado por el disparate de su argumento, ha querido impresionar al lector con un disparate mucho mayor. Así y todo, hay dos mensajes que me dejan reflexionando y, solo por ese regusto, considero que la película es muy recomendable: el instinto de supervivencia absoluta de una familia que, postrada en el subdesarrollo (sería interesante conocer la historia que les llevó a verse así), agudiza el ingenio para castigar sin piedad a la misma clase que les oprime; y esos talentos ocultos que, en circunstancias extremas, se descubren y deslumbran a propios y extraños: me refiero a la hermana del protagonista, para mí la verdadera heroína de toda la historia. La única que, cuando la inundación ha destruido la casa en la que viven, tiene la sangre fría suficiente para sentarse sobre la taza del inodoro, ponerse a fumar y, con la mirada perdida en un horizonte que no existe, sonreír con fatalidad, porque solo ella se da cuenta de que todo se ha acabado. 

Reseña de "The farming of bones" de Edwidge Danticat

En el otoño de 2009 me hallaba cursando una estancia de doctorado en Londres cuando, en una fiesta de no-Navidad, porque mi supervisora, también casera, no era muy de esa festividad, una compañera postdoctoral se me acercó y me regaló un libro de Edwidge Danticat: The Dew Breaker. Marika Preziuso, que así se llamaba la chica, me explicó que la autora de la novela era una de las novelistas haitianas más reconocidas en el panorama literario contemporáneo, y me recomendó la lectura tanto del libro que me acababa de regalar, como de The Farming of Bones. Cuando le pregunté el tema de este último, me habló de la Masacre de Perejil, episodio de la historia dominico-haitiana que yo desconocía por completo. Diez años más tarde, por casualidades y circunstancias del mundo académico, participé en un seminario organizado por mi Universidad sobre el delito de genocidio: deseoso de aparcar la historia de la esclavitud, que siempre ha sido el leitmotiv de mis investigaciones, quería buscar un tema que enlazase con las prácticas genocidas contemporáneas, y decidí retomar la recomendación de Marika para leer The Farming of Bones

Es preciso entender el contexto en el que se ubica la novela: la frontera entre la República Dominicana y Haití, en el otoño de 1937, al final del primer mandato del dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo (1930-1038). Las relaciones entre los dos pueblos siempre habían sido controvertidas desde el periodo colonial, y con frecuencia Haití, con mayor pujanza militar en el siglo XIX, había intentado aprovechar la situación de debilidad de sus vecinos del este para anexionar aquel territorio, lo que consiguió entre 1822-1844. Sin embargo, el siglo XX hizo que el equilibrio de fuerzas en la isla de La Española se alterase, con una República Dominicana emancipada de la dominación estadounidense antes que el Estado haitiano, y precisada de una causa nacional que permitiese a Trujillo unir a todos los dominicanos bajo su liderazgo. Fue entonces cuando el dictador quiso explotar el miedo atávico a la amenaza del oeste, y lo hizo de manera brillante: aprovechando la creciente migración haitiana a la frontera dominicana para buscar mejores condiciones de vida, agitó la bandera de la invasión silenciosa y, en octubre de 1937, ordenó a sus súbditos que detuviesen y ejecutasen a cuantos haitianos localizaran en los territorios del oeste del país. Como dominicanos y haitianos comparten sus ancestros africanos, sobre todo en la frontera, el Estado necesitaba de un instrumento para distinguir claramente entre ellos. Por ello, los ejecutores de la matanza exigían a los negros de las poblaciones fronterizas que pronunciaran la palabra "perejil": si eran dominicanos, la pronunciarían sin problemas. En cambio, si eran haitianos, no podría pronunciar ni la erre ni la jota, de modo que quedarían expuestos y se les podría fusilar. 

La perspectiva que utiliza Danticat es la de Annabelle, una haitiana empleada en una hacienda azucarera dominicana, donde ha servido desde pequeña, cuando sus padres murieron en una crecida dramática del río Masacre. Los dueños de la hacienda siempre le trataron bien, pero de pronto ella y los demás haitianos que trabajan en la zona perciben un cambio de actitud entre los patrones dominicanos, hasta que el médico que atiende a la dueña de la hacienda en el parto busca un aparte con ella y le recomienda que se marche a Haití antes de que sea demasiado tarde. Annabelle se resiste, impulsada por un sentimiento de lealtad y gratitud hacia la familia que le acogió, pero pronto se percata de que la violencia contra los haitianos va muy en serio y se decide a cruzar a Haití a pie. Por el camino deberá superar numerosas penurias y estará a punto de caer en manos de las fuerzas encargadas de la eliminación de sus compatriotas, quienes la maltratan pero la dejan escapar con vida. Una vez en Haití, verá pasar los años sumida en la depresión más absoluta, incapaz de encontrar fuerza para vivir día a día, puesto que no comprende los motivos de los dominicanos para haberse ensañado de esa forma con la población haitiana, y además porque perdió a su prometido durante la huida. El testimonio de Annabelle, pues, es el de la incomprensión hacia la barbarie, que llega al extremo de no encontrar consuelo ni siquiera en la compensación económica prometida por el Estado a los damnificados por la Masacre de Perejil, procedente de la sanción económica impuesta al Estado trujillista dominicano. 

Una lectura, pues, más que recomendable, en la medida en que constituye una exaltación de la condena a la intolerancia y a la violencia desmesurada, que resultan difíciles de asimilar en la razón humana. 

Reseña de "España sin rey" de Galdós

Hace unos días concluí la lectura de España sin rey, de Galdós, en una edición integral de la Quinta Serie de los "Episodios Nacionales" de la Editorial Cátedra, que tenía como tarea pendiente sobre mi mesita de noche desde años atrás. Lo hice como una manera de reconciliarme con el genio, a quien no leía desde que en el verano de 2018 volví sobre las páginas de El abuelo, y tras varios intentos fallidos de releer Fortunata y Jacinta. Mi abandono solo se explica porque con Galdós, como pasa con otros muchos autores, solo se puede tener éxito y se obtienen las sensaciones esperadas si se acude a la lectura en la adecuada predisposición de alma. Todo lo que sea un deseo, implícito o explícito, de buscar la acción trepidante y la aventura, de modo que las páginas vuelen entre nuestras manos, topará con un muro insalvable: el del talento de don Benito, que obliga a una lectura pausada, con la misma parsimonia con que él recorría las tabernas y los rincones populares de Madrid para captar la esencia de sus gentes. 

España sin rey reviste interés porque narra un apartado de la historia del país que no siempre se recuerda en su justa medida: el Sexenio Revolucionario (1868-1874), es decir, aquellos seis años en los que España quiso jugar a ser europea primero, y republicana después, para acabar demostrándose a sí misma que era demasiado pronto para experimentar más allá de lo que el límite mental de los nacionales estaba dispuesto a admitir. En el caso que nos ocupa, Galdós analiza los dos años durante los cuales el país fue una monarquía sin rey, mientras los miembros del gobierno provisional buscaban un candidato por toda Europa y las Cortes intentaban diseñar una Constitución democrática, mientras los ultramontanos alzaban la voz para clamar contra viento y marea que España era la patria de la religión católica y de la tradición monárquica. El espíritu de los nuevos vientos, que comenzaban a soplar por las calles de Madrid y de las principales ciudades de la piel de toro, acabó impregnando hasta al sacerdote apostólico que vino de provincias para intentar defender su causa, viéndose sometido a un conflicto interno que partió de sus convicciones personales y de su voto de castidad para llegar hasta su propia ideología. Y mientras tanto, porque España no cambia, arribistas y buscadores de fortuna rápida intentaban aprovechar la apertura relativa del régimen para beneficiarse de las prebendas de la clase política, configurando lo que se ha conocido como la Generación del 68, que legó a figuras tan destacadas como Romero Robledo. 

En definitiva, estamos ante una lectura recomendable para conocer la mentalidad española del último tercio del siglo XIX, y cabe solo al lector determinar cuáles son las continuidades y rupturas respecto a la sociedad actual. Baste para ejemplificar esta realidad la reflexión de uno de los personajes femeninos que, escribiendo a su enamorado, diputado en Madrid, se preocupa porque esté participando en el debate constitucional y le anima a dejarse de problemas: ¿no será mejor coger cualquier Constitución previa y retocarla "un poquito"?