sábado, 9 de mayo de 2020

Dracula (miniserie de la BBC)

Quien por azar o por deseo expreso decida visionar Dracula, miniserie emitida en la BBC en enero de 2020, ha de tener claro: si va buscando una reproducción fiel del texto de Stoker, y una correspondencia entre personajes literarios y actores cinematográficos, es mejor que abandone la empresa. Porque el éxito o fracaso de la cultura que consumismos depende en muy buena medida de nuestra expectativa, y de la adecuación del producto que tenemos delante a nuestro gusto. Y a los amantes de lo clásico debo advertir que Dracula es... otra cosa. 

Para empezar, el protagonista, interpretado magistralmente por Claes Bang, es capaz de combinar malignidad y dramatismo con un cáustico sentido del humor, propio del mejor sketch de los Monty Python. Así, frases tan míticas del malvado conde como "he dirigido ejércitos y pueblos enteros antes de que ellos nacieran" se mezclan con otras observaciones tan tremendas y propias del humor negro como "soy un no muerto, pero no soy irrazonable", mientras un grupo de monjas huye despavorido ante la carnicería perpetrada por la manada de lobos al servicio del villano. Y sí, el famoso: "los hijos de la noche, ¡qué música la que entonan!" también aparece. 

El segundo elemento que añade atractivo a la saga es que la némesis del conde, el doctor Van Helsing, es en realidad una mujer: la hermana Agatha Van Helsing, que intenta emplear la ciencia y la racionalidad en un mundo en que la superstición sigue pesando demasiado. Así se explica que, pese a todas sus artimañas para evitar el contagio de su comunidad por el vampiro, acabe siendo víctima de él. Así se puede comprobar en el segundo capítulo, en el que la expedición del Demeter sufre la extraña maldición que provoca la muerte de todos sus tripulantes, a excepción, por supuesto, del que ya está muerto y no puede volver a morir. Eso sí, cuando el barco se vaya a pique, el ambicioso conde permanecerá más de cien años bajo el mar, para regresar a un Londres en pleno siglo XXI que, lejos de asombrarle, le ofrece estímulos y desafíos constantes. 

Aquí acaba la saga, con un tercer capítulo a mi juicio un poco más débil en lo que a su hilo argumental se refiere, salvo por el excelente toque final: la muerte del vampiro. Una escena de apenas cinco minutos, en las que la descendiente de la hermana Agatha, la inspectora Zoe Van Helsing, revela el secreto del mal que encarna su antagonista: Dracula no teme la luz porque su piel se abrase bajo su efecto, ni rechaza la cruz porque ha renegado de dios (un dios, el que sea); como tampoco permanece en estado de no muerte para vengarse de la humanidad por las afrentas que ha padecido de su mano. 

Si atesora todos esos miedos, que en el fondo no son sino supersticiones que él mismo se ha creído, es por un motivo mucho más pedestre: a diferencia de sus antepasados, él no ha muerto en batalla, porque teme a la muerte. Le falta valor y entrega por una causa justa, y su cobardía le ha condenado a vagar durante seis siglos entre los vivos, proyectando su violencia contra sí mismo hacia los demás. Cuando la inspectora consigue abrirle los ojos, mientras contempla su primer amanecer, decide inmolarse porque por fin ha encontrado una finalidad a su vida. 

En definitiva, os recomiendo encarecidamente que os toméis un tiempo para verla. 

Comentario a propósito de un fragmento de "El malestar en la cultura", de Sigmund Freud

¿Qué le ha sucedido [al hombre] para que sus deseos agresivos se tornaran inocuos? Algo sumamente curioso, que nunca habríamos sospechado y que, sin embargo, es muy natural. La agresión es introyectada, internalizada, devuelta en realidad al lugar de donde procede: es dirigida contra el propio yo, incorporándose a una parte de éste, que en calidad de super-yo se opone a la parte restante, y asumiendo la función de «conciencia», despliega frente al yo la misma dura agresividad que el yo, de buen grado, habría satisfecho en individuos extraños. La tensión creada entre el severo super-yo y el yo subordinado al mismo la calificamos de sentimiento de culpabilidad; se manifiesta bajo la forma de necesidad de castigo. Por consiguiente, la cultura domina la peligrosa inclinación agresiva del individuo, debilitando a éste, desarmándolo y haciéndolo vigilar por una instancia alojada en su interior, como una guarnición militar en la ciudad conquistada.

S. Freud, El malestar en la cultura

El texto que nos atañe es un fragmento de la obra El malestar en la cultura de Sigmund Freud (1930), concretamente al capítulo séptimo. El ensayo en su conjunto constituye un análisis profundo de las circunstancias del ser humano, cuya identidad es contradictoria en doble sentido: por una parte, aspira a organizarse en comunidades cada vez más globales, en las que se integra como sujeto individual y, a la par, como miembro de una colectividad. Por otra parte, para alcanzar dicha organización ha de someterse a instituciones y elementos coercitivos, entre los cuales la cultura juega un papel fundamental, que restringen sus instintos animales y limitan su capacidad de acción. El autor desarrolla esta idea a lo largo de toda la obra, pero en el capítulo en el que se inscribe este fragmento detalla el proceso que convierte a la cultura en un instrumento de control del individuo.
El texto puede articularse en tres partes; la primera se ciñe a la línea inicial, en la que Freud formula la pregunta: “¿Qué le ha sucedido [al hombre] para que sus deseos agresivos se tornaran inocuos?”. La cuestión ha de ser relacionada con el comienzo del capítulo, cuando preguntaba: “¿Por qué nuestros parientes, los animales, no presentan semejante lucha cultural?”. Con “lucha cultural” se refería a la tensión entre el instinto de agresión del ser humano, en tanto que ente de origen animal, y la necesidad de reprimirse para posibilitar una vida en comunidad. Así pues, al comienzo del fragmento de cuyo comentario nos ocupamos conecta con aquella misma idea, y problematiza el tema central que va a abordar en las siguientes líneas, a saber: ¿por qué el sujeto se ve sometido a una lucha entre su instinto y las convenciones culturales?
La segunda parte abarca desde la línea segunda hasta la novena, ambas inclusive, y se subdivide en dos secciones. Para empezar, entre la segunda y la séptima línea el autor desgrana el secreto del enigma que nos presenta. Considera que la razón por la cual el ser humano deja de lado su instinto agresivo para vivir en comunidad pacíficamente, sometiéndose a las normas que la propia comunidad y la cultura le marcan, es curiosa, pero no por ello menos esperable de la propia naturaleza humana, en tanto que racional. En efecto, la única manera de que el individuo renuncie a su agresividad natural para convivir con sus semejantes no consiste en la supresión de tal agresividad, sino en su conversión en algo distinto, o en su sublimación hacia una forma diferente de violencia. En este caso, torna la agresividad hacia los demás en agresividad hacia sí mismo, y es aquí donde Freud saca a relucir un concepto fundamental de su pensamiento: el súper-yo. Dicho súper-yo es la conciencia que, como reflejo de nuestro instinto adversario hacia quienes nos rodean, pasa a serlo hacia uno mismo. Por miedo a perder el amor de quienes nos rodean, y también al castigo en caso de incumplimiento de las normas de convivencia, prefijadas por nuestro código cultural, nos auto-censuramos y nos convertimos en nuestro principal y peor enemigo, pues tendemos a ser muy exigentes para con nosotros en el cumplimiento de las normas.
Seguidamente, entre las líneas séptima y novena, procede a conceptualizar el sentimiento característico del súper-yo: el sentimiento de culpabilidad. Entre las dos formas de auto-coerción que el ser humano se impone, citadas previamente, la culpabilidad responde al miedo a la punición por el incumplimiento de las normas y convenciones culturales. Ese miedo, como decíamos, llega a ser tan fuerte que nos convierte en nuestro principal opresor; de suerte que, como consecuencia de la culpa nacida de la internalización de la agresividad que deriva en el súper-yo, llegamos a establecer sobre nuestra persona un criterio moral mucho más estricto que aquel que aplicaríamos sobre los otros. La situación llega hasta el extremo de que, en palabras de Freud en otras secciones de este capítulo, ni siquiera el individuo virtuoso se encuentra a salvo del sentimiento de culpabilidad. Antes bien, su sentido del deber hacia el ejercicio de la virtud le hará mantenerse siempre alerta ante una posible relajación de sus costumbres. De esta forma el súper-yo, que se transforma en sentimiento de culpa, impide que nadie esté exento de cumplir las normas, no tanto por su fiel observancia, cuanto por miedo a las repercusiones negativas de su incumplimiento.
Para concluir, entre las líneas novena y duodécima se recoge de nuevo la máxima fundamental del texto analizado: a la par que garantiza una vida pacífica en comunidad, sublimando la agresividad hacia los otros y convirtiéndola en agresividad hacia mí mismo, la cultura anula buena parte de la naturaleza individual. No solo porque lima las asperezas de nuestra herencia salvaje, sino porque al convertirnos en custodios de nuestra moralidad, constriñe nuestra espontaneidad y nuestra capacidad de acción en pro del bien de la comunidad, que prima siempre sobre el beneficio individual. La reflexión final, como la obra en su conjunto, nos permiten establecer la oposición de Freud hacia otros teóricos de la Ética, concretamente hacia Kant y su sentido de la ética del deber o deontológica, que para Freud no es sino otra representación del súper-yo.
Bibliografía:
Freud, Sigmund (ed. 2010). El malestar en la cultura. Madrid: Alianza.
Gómez, Carlos (ed. 2010). Ética y Psicología. En Carlos Gómez y Javier Muguerza, eds. La aventura de la moralidad (paradigmas, fronteras y problemas de la ética). Madrid: Alianza, pp. 131-162.

Kant, Immanuel (ed. 2018). Fundamentación para una metafísica de las costumbres, ed. Roberto R. Aramayo. Madrid: Alianza.

Trabajando en casa: el escritorio como objeto cultural y como signo de identidad

El objetivo del presente ensayo es reflexionar sobre las implicaciones culturales de un objeto de la vida cotidiana que, desde mi perspectiva personal, tiene gran relevancia en el espacio doméstico: la mesa de escritorio. La elección se debe a que constituye un objeto de gran valor que habla tanto de nuestra vinculación con el trabajo, como del rol de las ocupaciones laborales en nuestro espacio íntimo. Asimismo, la configuración de la mesa de escritorio no es igual a lo largo de nuestra vida, sino que, como defenderé en las próximas líneas, evoluciona a medida que se produce nuestra maduración personal. Ahora bien, con un margen de variación más o menos amplio, siempre se mantiene dentro de unos parámetros que, desde mi punto de vista, también constituyen una imagen bastante acertada de nuestra propia mente y de nuestra forma tanto de abordar los problemas, como de organizar las ocupaciones.

A la hora de emprender este análisis, manejaré varios conceptos antropológicos que conviene introducir aquí. En primer lugar, ha de emplearse el término «cultura», acotándolo en concreto a la «cultura occidental», pues como se verá este objeto del mobiliario doméstico habla de las características esenciales de las sociedades de los países desarrollados, recuperando la idea de habitus de P. Bourdieu (ed. 1997). Seguidamente, sin abandonar aún la noción de cultura, habremos de ponerla en relación con la «cultura urbana», dado que el escritorio es un refugio cotidiano para el trabajo que, en las mismas condiciones, podría desarrollarse bien en el entorno laboral, o bien en otros espacios de uso público ambientados para ello, como las bibliotecas o los workspaces. ¿Por qué, pues, solemos recurrir preferentemente a nuestro escritorio personal? En tercer lugar, ha de relacionarse el escritorio con la «delimitación» de los espacios domésticos, no solo desde el punto de vista arquitectónico, sino también en perspectiva de accesibilidad a otras personas, para determinar su «exclusividad» y el grado de la misma. Finalmente, la «identidad» propia se plasma en el escritorio: su orden o desorden, los elementos que lo pueblan, su disposición… remiten a la manera de ser de su(s) usuario(s). El análisis se llevará a cabo desde la perspectiva teórica del análisis simbólico, representado por Clifford Geertz (ed. 1977) y David Schneider (ed. 1980), entre otros, considerando que el estudio de los elementos concretos o, si se quiere, los tentáculos sueltos de la cultura entendida como un cefalópodo, permite entender una serie de símbolos, reglas y categorías que moldean la conducta, a la par que son moldeados por ella, contribuyendo todos ellos al funcionamiento adecuado del órgano mayor al que pertenecen, que es la cultura en sentido amplio.

Una vez hecha la introducción expondré, para empezar, la relevancia del escritorio como objeto definitorio de una cultura específica, para después extenderme acerca de la medida en que refleja la identidad de sus usuarios.

La mesa-escritorio como símbolo cultural del occidente desarrollado

Comenzaré relacionando el análisis de la mesa de escritorio (o mesa-escritorio, o escritorio, conceptos que emplearé indistintamente) con la cultura a la que la considero ligada de manera necesaria: el mundo occidental desarrollado. Para ello, he de recurrir al término habitus acuñado por Bourdieu, que él definió como la subjetividad socializada, es decir, como la generalización de prácticas limitadas por las condiciones sociales que las sostienen (Bourdieu, 1997: 11-26). Para acotar este concepto a mi objeto de análisis, he de recordar el carácter esencial de la cultura como rasgo distintivo del ser humano, en la medida en que constituye el bagaje de pautas y comportamientos adquiridos por los individuos a través del aprendizaje a lo largo de la vida. De entre las diferentes culturas que podemos identificar en las comunidades humanas, la nuestra corresponde a las sociedades desarrolladas occidentales y, ciñéndolo aún mucho más a nuestro marco geográfica, a la Europa Mediterránea.  Ninguno de estos dos ámbitos geográficos es baladí: el primero define unas características y condiciones económicas y sociales concretas, y el segundo parece condicionar unas pautas relacionales específicas en la sociedad que, aparentemente, colisionarían con las anteriores, aunque en nuestro caso las complementan y las enriquecen; esto es, el confort y la cultura del trabajo de los países occidentales no necesariamente están reñidos con el gusto por las relaciones sociales de los países mediterráneos, sino que pueden servir como vía de escape a las tensiones cotidianas.

La pertenencia al mundo occidental civilizado hace que un porcentaje nada despreciable de la población se pueda identificar con la llamada «clase media», dramáticamente erosionada en la reciente crisis financiera global, aunque no extinguida. El simple hecho de que se reconozca la existencia de una clase media denota una estructura socioeconómica no polarizada; esto es, a medio camino entre la reducida proporción de población que dispone de unos ingresos altos o muy altos, y la cifra mucho mayor de la clase trabajadora y personas empobrecidas, existe un grupo de población, mas o menos nutrido en función del país, que goza de una posición socioeconómica «tranquila». Dicha tranquilidad se traduce tanto en unos ingresos mensuales seguros y estables, con la consiguiente posibilidad de satisfacer sus necesidades de manera relativamente sencilla, como en el acceso a determinados servicios, públicos o privados, que denotan su lugar en la jerarquía social: todos ellos constituyen, entre otros, el habitus de la clase media Europea Occidental. Además, en el ámbito geográfico-cultural al que aludimos existe un rasgo añadido que confiere complejidad a la realidad a la que me refiero: la permeabilidad de la clase media, que hace que sus límites, por abajo y por arriba, sean difusos y permitan que se mezcle con la clase trabajadora (incluso con los sectores más marginales de la sociedad, en circunstancias muy específicas como la reciente crisis, ya aludida) y con las clases altas, respectivamente.

De suerte que, en buena parte de las estructuras domésticas del Occidente desarrollado, se reproduce el mismo patrón de hogar, con una distribución de habitaciones-funciones similar, si no idéntica, independientemente del poder adquisitivo de quienes habitan aquellas paredes (Sañudo Vélez, 2013: 214-231). En su interior podemos encontrar algunas variantes: dos o tres habitaciones, salón vs. salita de estar o salón comedor vs. estudio, etc. Sea cual sea la modalidad ante la que nos encontremos, ya en el salón comedor, ya en el estudio, ya en el dormitorio del matrimonio o de los hijos, es frecuente encontrar la mesa-escritorio. Se concibe esta como un mueble asociado bien al trabajo de los adultos fuera de su espacio laboral específico, que requiere cierta concentración (prolongación de la jornada laboral en casa, contabilidad empresarial o doméstica…), o bien a la actividad estudiantil de los hijos. En todos los casos, nos encontramos ante un denominador común: se trata de un enser que existe en las viviendas de las familias porque responde a una necesidad. Dicho de otro modo, si existe un escritorio en buena parte de los hogares de los países desarrollados, se debe a que la coyuntura socioeconómica de dichos países permite a una parte considerable de la población dedicarse a las labores que han de realizarse necesariamente en dicho espacio. El trabajo intelectual fuera de la jornada laboral, la contabilidad de la economía doméstica, el recogimiento para cualquier labor creativa, o el estudio para superar los exámenes finales del trimestre, son actividades todas ellas que hablan de un mundo acomodado, en el que la población dispone de tiempo y de medios para ocuparse de dichas labores, ninguna de ellas indispensable para la subsistencia material del individuo. Y, por consiguiente, ninguna de ellas esperable en sociedades de países subdesarrollados de América Latina, África o Asia, en los que sí existe una polarización social marcada en términos de distribución de los recursos: muy poca población controla la mayor parte de la riqueza, mientras la mayoría de sus semejantes vive en la estrechez, condenada a trabajar desde edad muy temprana a destajo para sobrevivir, sin tiempo alguno para pensar en otra actividad diferente a la que compromete su capacidad de salir adelante. Es en este sentido que sostengo que la mesa-escritorio denota, en un hogar, su ubicación en los países occidentales desarrollados, ayudándonos incluso a adivinar el posible estatus socioeconómico de la unidad familiar que lo habita; por consiguiente, es un símbolo de identidad cultural.

Para concluir esta sección, es preciso detenerse en otro elemento que reseñaba al comienzo del ensayo: la preferencia por el uso de este tipo de espacio frente a otros de similar función y uso público, como bibliotecas y workspaces, nuevos fenómenos de nuestra «cultura urbana». Diferentes estudios señalan la evolución reciente de las ciudades en la era post-industrial y la proliferación de espacios donde se favorece el encuentro masivo de personas para compartir hábitos similares y, de esta forma, homogeneizar pautas de conducta; verbigracia, los grandes centros comerciales (García Canclini, 2010: 231-270). Desde el punto de vista del consumo por emulación, partiendo de la creencia errónea, no por ello menos extendida, de que el acto de compartir hábitos iguala no solo las costumbre sino también las conciencias, puede resultarnos apetecible acudir a estos grandes espacios comerciales, para cohabitar con otras personas con intereses similares a los nuestros en este campo. Sin embargo, el individuo parece capaz de discriminar entre su tiempo de ocio-consumo y su tiempo de introspección, al que corresponde el terreno doméstico y, dentro de él, la mesa de escritorio como soporte para desarrollar actividades que requieren un encuentro con nosotros mismos (Chávez Giraldo, 2010: 6-17). Esta desviación puede ayudarnos a entender cierta inclinación hacia el trabajo reflexivo y/o estudio sobre ella, en el entorno de nuestra casa, en lugar de la biblioteca o los espacios de trabajo, donde la interacción con otra gente, también con el mismo interés que nosotros en lo que a la necesidad de concentración se refiere, puede representar un elemento de distracción, por pequeño que resulte, al que no todos somos igualmente impermeables. Dado que comienzo a analizar ya matices personales en el empleo de este mueble, sirva esta consideración como tránsito al siguiente epígrafe, centrado en dicha perspectiva subjetiva del escritorio.

La madera de su dueño: el escritorio como fotografía personal

La «delimitación» es esencial para entender la ubicación de este objeto en la casa: por una parte, si consideramos la disposición y organización doméstica sobre el plano, ¿dónde lo situamos? Por otra parte, si nos detenemos a analizar su empleo, ¿quién la puede usar: solo una persona, con carácter exclusivo, o todas las personas de la unidad doméstica que tengan necesidad de ello? Comenzaré respondiendo a esta última pregunta, dado que a través de la respuesta hilaré la argumentación completa de esta nueva sección. El uso de la mesa de escritorio puede ser individual o colegiado, con matices: resulta individual si se emplea con una finalidad específica que solo corresponde a una de las personas que cohabita bajo ese techo; puede ser colegiado si dicha actividad, o familia de actividades derivadas de un tronco común, se identifica con varias personas que puedan tener acceso a ella. En este sentido, hemos de entender que los límites del término de «exclusividad» son relativos: en ningún caso ha de ser necesariamente el espacio exclusivo de trabajo de un único individuo. Hablaríamos, pues, de una «exclusividad abierta» o «exclusividad inclusiva» hasta cierto punto (Adánez Pavón, 2003: 35-53). El límite a dicha inclusión, no obstante, es claro: nadie ajeno a la labor que se lleva a cabo sobre ella ha de acceder a la misma, ni para desarrollar su propia actividad, ni mucho menos para «ordenar» el supuesto desorden.

El escritorio carece de finalidad hasta que es adquirido, instalado y ubicado dentro del espacio doméstico. Una vez se ubica, adquiere una finalidad y una identidad propia en función de aquel(los) que lo va(n) a usar. La menor alteración en su lógica interna, compartida con sus usuarios, rompe la armonía y perjudica el ritmo de trabajo que se desarrolla sobre él. Sin adquirir tintes dramáticos, la violación del espacio del escritorio constituiría pues una violación de dicha lógica interna, que no es sino una violación de la intimidad entre el usuario y el mueble. Si la ruptura del orden es cometida por alguien para desempeñar una acción diferente a la habitual, constituye un acto de intrusismo. Si este, en cambio, corresponde a una voluntad externa de «ordenar» o «limpiar» lo que hay sobre él, ajena a la voluntad propia de sus usuarios, también viola la intimidad entre el enser y el dueño, fracturando una compleja armonía en aras de un supuesto principio universal de «orden» o «limpieza», hasta hoy no constatado empíricamente. Valgan como ejemplo las sonadas diferencias entre el detective Sherlock Holmes y su casera, la Señora Hudson, cada vez que esta aprovechaba las ausencias de aquel para ordenar sus cosas, eliminando así la capa de polvo y ácaros que, a juicio de Holmes, era esencial para determinar, en función de su grosor, la antigüedad de los casos recogidos en sus legajos. Yo mismo he llegado a protagonizar enfrentamientos similares con mis padres en mis años estudiantiles, porque ante su desesperación por el desorden de mi mesa yo intentaba rebatir, una y otra vez, que dicho aparente desorden contenía un orden interno, que solo a mí correspondía interpretar y desentrañar, cuya disrupción exógena era perjudicial.

El excurso sobre la inviolabilidad de la intimidad entre la mesa de escritorio y su usuario es necesario porque conduce a la proposición final del presente ensayo: el escritorio es la imagen en negativo de su dueño. Por eso, solo él ha de decidir dónde se tiene que ubicar, qué orientación ha de tener, e incluso qué tipo de mueble conviene más a sus intereses. Y lo que es más importante: nunca será igual a lo largo de tiempo, porque su estructura y disposición cambiará conforme madure aquel que lo emplea; algunos elementos y esquemas organizativos (o desorganizativos) permanecerán, pero en cada etapa vital se añadirán matices que no serán sino el reflejo del lento tránsito del lector, escritor, estudioso o individuo, sin más, hacia la vida adulta. Para apoyar esta aseveración partiré de mi subjetividad, porque ilustra las circunstancias que acabo de enumerar:

Primeramente, una mesa-escritorio no tiene porqué ser de manera necesaria un mueble concebido para dicha función: puede ser cualquier mesa o elemento de mobiliario que sirva a las necesidades del interesado. En el momento actual, mi escritorio es una mesa de cocina rectangular, con tableros desplegables que permiten obtener una superficie cuadrada más amplia. Inicialmente, en tanto que mesa de cocina, se compró para servir a dicho fin, pero diferentes circunstancias de ordenación interna del espacio doméstico llevaron a considerar que quizá no resultaba muy conveniente para aquel menester. Necesitado como estaba de un lugar en el que poder desarrollar mi trabajo en casa, consideré que reunía las condiciones óptimas de altura, superficie y simplicidad de formas como para servir al fin principal que yo le iba a dar: apilar libros y apuntes para preparar clases o escribir algún artículo.

En segundo lugar, lo dicho en las páginas previas llevaría al lector a concluir que la mesa se encuentra en el dormitorio o en el estudio, pero en realidad se ubica en el salón-comedor. La razón primera no emana de mi voluntad: inicialmente iba a quedar allí, porque estaba destinada a comer sobre ella. Sí me fue dado, sin embargo, elegir su orientación: contra la pared, para evitar que los libros caigan al suelo; de espaldas a la ventana de la terraza, porque así dispongo de buenas condiciones de iluminación sin estar sujeto a distracciones de la calle. Por último, si hablo de su «orden interno», partiendo de la base de lo que la mayor parte de la gente de mi sociedad entendería por «orden», carece de él. Ahora bien, desde mi propia óptica, lo tiene: libros, cuadernos y apuntes se van acumulando en función de mis necesidades de redacción en cada momento, procediendo a su limpieza solo cuando el cambio de proyecto impone, asimismo, una modificación de los instrumentos dispuestos sobre ella. En este sentido, es un fiel reflejo de mi propia manera de trabajar, que se puede constatar en otras herramientas de mi uso cotidiano, tales como mi agenda. Y lo que es más importante: con pequeñas variaciones, mi escritorio siempre fue así.

Conclusión

El cometido de este ejercicio ha sido reflexionar sobre lo que existe de cultural en un objeto tan cotidiano para mí como la mesa-escritorio. De lo dicho en las páginas anteriores, las principales conclusiones extraídas son: constituye un distintivo de habitus de la sociedad occidental desarrollada, demostrando además la tendencia de algunas personas a refugiarse en la intimidad de su hogar para realizar ciertos trabajos y reflexiones; su utilización exclusiva se refiere a la persona o personas que la emplean para una función concreta, que establecen con ella una relación de intimidad inviolable por otros usuarios; por este preciso motivo, solo ellos han de decidir sus características y ubicación en el ámbito doméstico. Finalmente, esta conjunción de circunstancias lleva a que el escritorio se convierta en una «foto de carné» de quienes la usan, por sus características externas y por su «orden interno».

Bibliografía

ADÁNEZ PAVÓN, Jesús, «Una conceptualización de la organización espacial domestica: morfología y dinámica», Revista Española de Antropología Americana, vol. extraordinario, 2003, pp. 35-53.

BOURDIEU, Pierre, Razones prácticas, Barcelona, Anagrama, 1997.

CHÁVEZ GIRALDO, Juan David, «El espacio doméstico tras el soporte arquitectónico: claves para entender el sentido multidimensional de lo íntimo en el dominio del hogar», Dearq 7, 2010, pp. 6-17.

GARCÍA CANCLINI, Néstor, «Las cuatro ciudades de México», en Francisco Cruces Villalobos y Beatriz Pérez Galán (comps.), Textos de Antropología Contemporánea, Madrid, UNED, 2010, pp. 231-270.

GEERTZ, Clifford, The interpretation of cultures, New York, Basic Books, ed. 1977.

SAÑUDO VÉLEZ, Luis Guillermo, «La casa como territorio. Una nueva epistemología sobre el hábitat humano y su lugar doméstico», Iconofacto 9/XII, pp. 214-231.

SCHNEIDER, David, American kinship: a cultural account, Chicago, University of Chicago Press, ed. 1980.