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domingo, 31 de enero de 2021

No digas nada - Novela de Patrick Radden Keefe

Whatever you say, say nothing. Una frase que remite a un contexto de opresión y represión, impuesta y auto-infringida, en el que los opresores no son ni las autoridades, ni un enemigo externo contra el que se pueden arrojar piedras para descargar la ira. En este caso, el enemigo está dentro de la propia comunidad y puede ser el vecino de al lado. Ese mismo vecino que hasta anteayer te saludaba con amabilidad, pero que de pronto ha dejado de dirigirte la palabra, porque sabe que pensáis de manera diferente y que, de un modo u otro, vuestro desacuerdo os convierte en enemigos a muerte. Y esta expresión no es una frase hecha, sino que ha de leerse en sentido literal. 

Quien se acerque a las páginas escritas por Patrick Radden Keefe pensando que va a leer una novela ha de saber desde ya que parte de una premisa errónea. El suyo es un ejercicio de periodismo de investigación del de verdad, lo cual se agradece en unos tiempos en los que dicho género parece haber quedado reducido a husmear en la vida de los demás apelando a un supuesto "derecho a la información" que yo, a día de hoy, aún no he visto recogido en la Constitución, cuando se trata de información personal de la gente que a nadie con un mínimo de pudor debe interesar. Pero por no irme del tema, decía que No digas nada es una reconstrucción muy ordenada de "The Troubles", es decir, ese eufemismo con el que la sociedad norirlandesa, y por extensión la sociedad británica, se refirieron a los más de treinta años de enconados enfrentamientos entre leales y republicanos en el complejo escenario de Irlanda del Norte, con epicentro del terremoto en la convulsa ciudad de Belfast. 

Con una mayoría de población católica, Irlanda del Norte se quedó en el Reino Unido a regañadientes, como consecuencia de los intereses de la élite política británica e irlandesa del momento, que poco hizo por entender las motivaciones y las aspiraciones del ciudadano norirlandés de a pie. Décadas de opresión por parte de las autoridades británicas para eliminar una identidad republicana y católica a fuerza de decreto ley, sin darse cuenta de que la fuerza legal no sirve para transformar la conciencia colectiva de una gente, unidas a la experiencia internacional de la Guerra de Argelia, movieron a los católicos de Irlanda del Norte a tomar las armas contra el gobierno de Su Majestad. O mejor dicho, a tomarse en serio eso de tomar las armas, porque la lucha del Irish Republican Army (IRA) se había convertido con el paso de las décadas más en una entelequia que en una realidad. 

Radden Keefe comienza su narración con el traumático episodio del secuestro de Jean McConville, madre viuda de diez niños, una noche de enero de 1972, cuando unos desconocidos entraron en casa y se la llevaron a la fuerza. La mayor de sus hijas tuvo tiempo para asomar la cabeza a la puerta del apartamento y darse cuenta de que los raptores eran en realidad sus propios vecinos. ¿Por qué? ¿Qué estaba sucediendo? En ese momento, el autor, interrumpe el relato para hablar de los motivos que movieron a la población católica del Ulster a retomar la lucha violenta contra el gobierno británico, recurriendo al atentado como seña de identidad. Para ilustrar el contexto de los militantes del Provisional Irish Republican Army (PIRA), conocidos coloquialmente como los provos, se centra en dos heroínas de la causa republicana: Marian y Dolours Price. 

Alistadas en las filas del PIRA desde muy jóvenes, las dos se convirtieron en combatientes convencidas que en ningún momento dudaron en recurrir al atentado para reivindicar la anexión del Ulster a la República de Irlanda, sin escatimar en los daños colaterales de sus acciones, entre los cuales se incluían las víctimas civiles. Algo que ellas justificaban, como el resto de sus correligioniarios, alegando que se encontraban en guerra contra el enemigo y opresor británico. La descripción de las atrocidades cometidas por las autoridades contra los presos republicanos lleva al lector a sentirse identificado con aquellos militantes inspirados por una causa romántica en plena era de lucha anticolonial. Gracias a la fortaleza de sus ideas, fueron capaces de perseverar en la causa y mantenerse firmes, mientras recibían las consignas de Gerry Adams, el cerebro de los provos que estaría llamado a liderar los Acuerdos de Paz del Viernes Santo en 1998. 

Como suele suceder cuando la violencia social cesa, los ejecutores de la voluntad de las cabezas pensantes se acaban convirtiendo en aliados y testigos incómodos, cuya voz hay que silenciar para no estropear ese "camino idílico" hacia la paz. Eso sucedió con las hermanas Price, que se vieron destituidas de la noche a la mañana y sufrieron el olvido impuesto por quienes un día las aclamaron como ejemplo de lucha y sufrimiento. El primero de ellos el propio Gerry Adams, convertido en cabeza del Sinn Fein, que acabaría renegando, en un acto que constituye la sublimación absoluta del absurdo humano, de su pasado como combatiente del PIRA. Esta historia no hace sino mover al lector a sentirse aún más identificado con aquellas mujeres, luchadoras incomprendidas y rebeldes con causa, que habían sufrido el escarnio de ver borrado su papel en una lucha de décadas contra la explotación del gobierno británico. 

Es aquí, en este preciso momento, cuando el autor de la obra imprime un golpe de timón al relato y vuelve a los hijos de Jean McConville, de quien se acaba descubriendo que fue secuestrada por los provos bajo la acusación de haber colaborado con el ejército británico, solo porque una noche prestó una mínima ayuda a un soldado británico herido a la puerta de su casa. En paradero desconocido durante treinta años, en 2004 sus restos se encontraron en una playa. Sus diez hijos, separados los unos de los otros tras haber quedado huérfanos, corrieron suerte muy dispar y la mayoría sufrió traumas a lo largo de su vida, derivados de la pérdida de sus padres en un lapso breve de tiempo, además de las vejaciones y abusos sufridos en las distintas instituciones que se hicieron cargo de ellos hasta que alcanzaron la mayoría de edad. Para ellos, a comienzos del siglo XXI solo dos preguntas importaban: ¿quién lo hizo? ¿Por qué?

La misma Dolours Price con la que uno ha ido empatizando durante más de trescientas páginas acaba confesando en una grabación la autoría. Ella tuvo que dar el tiro de gracia a la mujer porque sus compañeros hombres no se atrevían. Y cada noche reza por ella y por sus hijos para que puedan tener salud y para que Dios les proteja. Cuando el espectador llega a este punto, después de haber pasado centenares de páginas haciendo es esfuerzo de entender y empatizar con el movimiento republicano, se encuentra con la cruda realidad: "Esa misma mujer que tú creías luchadora idealista por una causa fue capaz de hacer esto. Y ahora, ¿qué?". 

Pues ahora, nada: la naturaleza humana es así de contradictoria. Como seres humanos, nacemos, vivimos y morimos, y aunque nuestra función debería ser procurarnos una existencia placentera en el tránsito hacia la muerte inevitable, complicamos los senderos por los que discurrimos, casi siempre provocando también dolor a quienes nos rodean. Dicho esto, ¿cuál es mi valoración como académico de los hechos narrados en esta obra? Soy capaz de entender cómo la gente puede actuar en determinadas circunstancias; de lo que no soy capaz es de adivinar si yo actuaría del mismo modo en circunstancias similares. Porque por muy justa que la causa pueda ser, cuando la vida de los demás se pone sobre la mesa las justificaciones teóricas dejan de tener valor y han de prevalecer los derechos humanos fundamentales. 

Ninguna causa, por justa que pueda parecer, justifica matar o silenciar por la fuerza a quien no piensa como yo. 

martes, 12 de enero de 2021

El castellano, ¿dónde quedó?

Valeria Ros y Héctor de Miguel (Quequé) tienen una frase célebre con la que comienzan su programa de radio La lengua moderna: "hay que hablar y escribir bien, porque es lo único que nos diferencia de los hijos de puta". Yo no llego a su extremo, ni tampoco me considero especialmente patriota, pero me llama mucho la atención que la batalla de banderas que estamos viviendo en los últimos años esté pasando por alto uno de nuestros elementos identitarios más emblemáticos: el castellano. Tengo la sensación, basada en la evidencia empírica, de que cada vez escribimos peor. Y quiero aprovechar este foro para descartar una leyenda urbana: no escribimos peor por culpa de las redes sociales. Cierto es que el uso cada vez más inmediato de estas ha llevado a que relajemos el respeto de la ortografía, bien por intentar condensar un mensaje breve en 280 caracteres, bien por culpa del puñetero teclado intuitivo. No obstante, cuando salimos de la pantalla del teléfono móvil y nos trasladamos al soporte papel, por cierto cada vez menos usado, constato que escribimos peor: que los mismos errores y vicios que detectamos en el entorno de cualquier red social se repiten fuera de ellas. 

Es una tendencia que, desde mi óptica, precede a la generalización de los soportes móviles: por algún extraño motivo que se me escapa, el gusto por escribir bien, respetando las normas ortográficas y las reglas de construcción sintáctica y gramatical, se ha perdido, porque durante unas dos décadas lo hemos ido descuidando. Y si entramos en el ámbito de la comunicación inter-personal por correo electrónico, entonces la guerra, que no la batalla, está totalmente perdida. No acabamos de convencernos de que el correo electrónico es una herramienta de comunicación tanto informal como formal, y por tanto hemos de ser capaces de identificar el registro lingüístico adecuado a la identidad del destinatario. Todo ello, ¿por qué? Esto convencido de que tiene mucho que ver con la pérdida del hábito de lectura, entre adultos, jóvenes y niños. Cuando yo estudiaba leíamos a Jorge Manrique, Lorca, Calderón de la Barca, Cervantes... como lecturas habituales de clase, en la EGB y después en la ESO y Bachillerato. De hecho, La verdad sobre el caso Savolta, mi novela fetiche de Eduardo Mendoza, es un descubrimiento de lectura de bachillerato. 

De ahí pasamos a prescribir en las aulas lecturas juveniles, del tipo Orgullo y prejuicio zombies, que pueden servir para acercar a los adolescentes a la realidad de los libros, pero que al sacrificar el fondo por la forma, acaban desprestigiando el soporte hasta que, irremediablemente, llegamos a prescindir de él porque total, para leer eso, es mejor no leer nada. Y poco a poco, con el paso de los años, nos encontramos con personajes públicos, líderes políticos, redactores de noticias e informadores profesionales que no saben escribir, ni por faltas de ortografía, ni por capacidad para elaborar una construcción coherente. Quizá me haya vuelto demasiado pesimista en esta reflexión, pero creo que sería preciso, en la reivindicación perenne de las esencias patrias, como en todo lo demás, centrarnos en lo que de verdad importa: la cultura. Su color da bastante igual, porque el universo cultural, en sí mismo, es lo único que nos dota de identidad y, lo que es más importante, nos arma frente a la ignorancia, la estupidez y la manipulación externa. 

lunes, 11 de enero de 2021

Crítica de Yo, mentiroso - Antonio Altarriba

Cualquier parecido con la realidad es su reflejo fiel. Esta es la conclusión a la que se llega después de leer Yo, mentiroso, de Antonio Altarriba. Más allá de una trama en la que se repiten los lugares comunes del autor, incluyendo una compleja historia de asesinatos y un criminal obsesionado por reproducir patrones artísticos en sus víctimas, lo que más sorprende de las páginas que componen la novela gráfica es el escaso disimulo con el que Altarriba retrata la clase política española. Quizá pueda argumentarse que, llegado un momento de nuestra vida, da igual ocho que ochenta y lo que interesa es repartir a quien se lo merece, sin ambages. No obstante, animo al lector a hacer una reflexión: ¿verdaderamente estamos ante el retrato despechado de una generación desencantada? En mi opinión no es así: lo que hace Antonio Altarriba es mostrar nuestros propios fantasmas ante el espejo, pero desde la mirada de otro, para que no caigamos en la auto-complacencia de considerarnos mejores que los demás países de nuestro entorno y nos demos cuenta de que nuestras miserias, que son muchas, existen. Y lo que es más importante, no se extinguen porque nos empeñamos en mirar hacia otro lado. Porque en este país el "aquí no ha pasado nada" se ha convertido en filosofía barata para simular que todo está bien y repetir, uno por uno, los mismos errores del pasado, más o menos reciente, que nos condenan a ser eternamente desgraciados. Por motivos tan simples como la indulgencia perenne hacia los poderosos, rayana (y a veces coincidente al 100%) con el servilismo: estamos dispuestos a tolerar los desmanes y los abusos de quienes nos gobiernan, porque ellos sí tienen derecho a hacer con nosotros lo que quieran. Ahora bien, si uno de los míos llega a gobernar y me traiciona, o siento que lo hace, entonces seré mucho más duro con él que con los otros: porque a mí, si me tienen que robar, que lo hagan los de siempre, no los que están conmigo. Con el señorito seré sumiso; con mi vecino de enfrente seré terrible. Probablemente no nos guste el retrato, pero es lo que ocurre con el arte: refleja el alma del autor y del que mira, y eso no siempre tiene por qué gustar. Lo importante es que sea capaz de despertar conciencias e invitarnos a no seguir siendo tan imbéciles como de costumbre. Desde mi humilde posición, mi más sincera enhorabuena a Antonio Altarriba por haberlo conseguido. Y disfrutad la lectura: merece mucho la pena. 

martes, 17 de noviembre de 2020

Strawberry fields

Hace exactamente diez años me hallaba viviendo en Hoboken, frente al skyline de Nueva York, donde me dirigía todas las mañanas para trabajar en la biblioteca de la New York University, en la desembocadura de la Quinta Avenida, donde cursaba una de mis estancias de investigación de doctorado. Mi llegada a la ciudad había sido cálida: primero por el día, un soleado 6 de septiembre de 2010 en el que el otoño aún parecía lejano; después por el contexto, porque gracias a los contactos de mi directora de tesis me podría alojar en el apartamento de Luz, una encantadora colombiana que desde entonces se convirtió en mi tía adoptiva, hasta el día de hoy, cuando ha pasado más de un año desde su última visita a España, en la que me reuní con ella para corroborar que los años pasan por su lado y no se atreven a tocarla: tan bien se sigue conservando. 

Fue una etapa hermosa de mi vida, dado que aún me restaba más de un año para acabar la tesis y me encontraba en esa fase dulce en la que la escritura parece fluir sola, y uno aprovecha los ratos libres, que no son muchos, para pasear por la ciudad, disfrutar el paisaje y reflexionar. Las primeras semanas, como suele suceder, transcurrieron de manera acelerada, entre trámites para hacerme con la tarjeta de investigador visitante de la Universidad, gestiones sobre el seguro médico y un viaje de algo más de una semana a los archivos nacionales en Albany. Gracias a todo ello conseguí verme a mediados de noviembre con el trabajo más o menos concluido y quince días por delante antes de regresar a España, en los que podría dedicarme a lo que hasta entonces no había hecho: conocer la ciudad. 

Como soy celoso de mis momentos de soledad, me tomé un par de días para recorrer todos sus recovecos yo solo y tomar fotografías. Y así, un 15 de noviembre de 2010, me bajé del metro en la intersección entre la calle 14 y la Quinta Avenida para, desde allí, recorrer esta última en línea recta, camino de Central Park. Lo sé: una turistada sin precedentes, pero cateto y pueblerino como soy, a mucha honra, no podía dejar de admirar en directo la angostura del Flattiron Building, el vértigo del Empire State o la bizarría del Chrysler Building. Casi dos horas pasé caminando y caminando, mientras tomaba fotografías de los patinadores y el árbol de Navidad, aún en proyecto, en Rockefeller Center, hasta que por fin desemboqué en la entrada del parque. 

Entre los defectos que olvidé mencionar hay que incluir un último: la mitomanía. Esa misma obsesión que encaminó mis pasos, sin que yo pudiera evitarlo, a una zona concreta del parque: Strawberry Fields. La gente se agolpaba en torno al mosaico blanco y gris que enmarca la palabra mágica: "Imagine". Contagiado del entusiasmo popular, no podía evitar sonreír como un imbécil por encontrarme ante uno de los lugares de peregrinación obligada de cualquier Beatle maníaco que se precie. Y entonces sucedió la magia: unos acordes sonaron y un joven, sentado en el contorno exterior de ese mismo mosaico sagrado, entonó la única canción del cuarteto de Liverpool que consigue hacer que se erice el vello de mi piel, con independencia del contexto, "In my life". 

Mientras el chico nos hablaba de los lugares que habitan su recuerdo, sobre su inmutabilidad en su mente y sobre el peso de la memoria personal en la pervivencia de esos mismos lugares, me acordé de mis padres, de mi hermano y de mis amigos. De cuánto los había extrañado durante aquellas semanas, y de lo poco que faltaba para regresar a tierra española. Quizá por eso, consciente de que el tiempo se agotaba y de que debía emborracharme de experiencia vital, regresé a Hoboken corriendo y me preparé para recorrer otros muchos rincones de la mano de mi tía Luz, que hizo, junto a Joseph y a la familia de ambos, que las últimas jornadas que pasé en aquella ciudad se hayan quedado conmigo para siempre. 

domingo, 8 de noviembre de 2020

Huyendo del comunismo

Es un clásico cuando eres niño y haces alguna travesura, esconder la mano tras la espalda y señalar al que tienes enfrente para acusarle de lo mismo que te imputan a ti. Y en los últimos años hemos visto muchas ocasiones en las que desde Estados Unidos se ha hablado de varias amenazas externas, siempre desde su propia óptica: China, Rusia, el mundo islámico en general, y el fantasma recurrente, el fantasma del comunismo. Este último resulta interesante porque el país, como bastión del bloque capitalista durante la Guerra Fría y cuna del Macarthismo, ha sido el abanderado por excelencia de la cruzada anticomunista en el mundo. Solo el tímido deshielo iniciado en el tramo final de la segunda legislatura de Obama en las relaciones bilaterales con Cuba parecía poner fin a un largo camino de desencuentros, bloqueo y obstinación por ambas partes. 

Como no podía ser de otra forma, Donald Trump se ha hecho eco tradicionalmente también de la amenaza comunista mundial. La realidad, la auténtica paradoja, reside en que huyendo del comunismo, ha venido a incurrir en las mismas prácticas totalitarias de los peores años de la Europa del este, si es que el Telón de Acero vio años de prosperidad en algún momento. En Checoslovaquia, como en Polonia, Hungría, Rumanía y otros escenarios similares, la estrategia seguida por Moscú fue la de constituir partidos comunistas fuertes que entrasen en gobiernos de coalición en los años inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial para, una vez en el poder, impulsar un golpe de Estado desde dentro y tomar el poder por la fuerza. Si además se producía una convocatoria electoral democrática que marginaba a las candidaturas comunistas, el golpe estaba más que justificado ante la amenaza del fantasma capitalista. 

Pues bien, el ya presidente saliente, o presidente en funciones, o como queramos llamarlo, no ha hecho sino reproducir la estrategia punto por punto: primero, cuando los sondeos le daban como perdedor, alegando que el voto por correo, claramente inclinado del lado demócrata (por aquello de que cuando sube la participación electoral, los conservadores siempre tiemblan), iba a estar manchado por el fraude; después, hablando de injerencias externas en la campaña para provocar su derrota; y finalmente, contra viento y marea, contra las voces de su propio partido y el criterio de varios tribunales y cortes supremas de diferentes estados, que han rechazado sus recursos para exigir un recuento y desacreditar el resultado desfavorable, pugnando por mantenerse en el poder cueste lo que cueste. Solo resta ver hasta dónde le alcanzan las fuerzas y cuánto tarda alguien con más sensatez que él, que no será difícil de encontrar en las filas republicanas, que se acerque a su despacho y le diga, con mucha educación: "Dear Mr. President, this is over". 

Ojalá quienes han acudido a la calle empuñando las armas ante el llamado de quien llaman "su presidente" se den cuenta de que su postura es insensata y acepten que la democracia es esto: a veces se gana y a veces se pierde. Y consiste precisamente en convivir con todos, incluso cuando te gobierna quien tú consideras que no representa tu ideología, pero aceptas las reglas porque lo que no puede quebrantarse, bajo ningún pretexto, es la convivencia pacífica de la comunidad política ni la integridad de la sociedad civil. 

Crítica de Un tributo a la tierra - Joe Sacco

 El otoño de 2020 ha tenido, pese a todo, buenas noticias, y una de ellas ha sido la publicación de Paying the Land, traducida como Un tributo a la tierra, del autor de novela gráfica y periodista Joe Sacco. He de reconocer que nunca me dispongo a leer ninguna obra suya si no me encuentro en la adecuada disposición de alma, porque es Sacco un autor desgarrador, que no tiene pudor alguno en introducirnos en los aspectos más sórdidos del mundo occidental del que somos parte. Su lenguaje sincero, especialmente duro porque se limita a retratar la realidad, como ocurrió a Buñuel en Las Hurdes, hace que uno se sienta identificado con su voluntad de denuncia por una parte, mientras por otra parte cierra el tomo con el mal cuerpo que solo provoca la mala conciencia. 

Centrándose en esta ocasión en el estudio de las comunidades dene del norte de Canadá, Sacco saca a relucir varios elementos interesantes: 

El choque entre un pueblo que se dedica a vivir de la naturaleza, como los nativos dene, y una civilización cuyo único fin es convertir esa misma naturaleza en una suerte de factoría que produzca lo que a ella le interesa: me refiero a la civilización occidental. Representada ahora en un país, Canadá, que ha ido ganándose una vitola de modelo de desarrollo y de estabilidad interna pero cuyas costuras se rompen ante la atenta mirada de Sacco. Quizá, cabría preguntarse, sus virtudes a nuestros ojos son tan grandes porque las comparamos con las de su vecino inmediato, Estados Unidos, cuyos defectos son tan asombrosos a nuestros ojos. Y así las autoridades canadienses y las grandes multinacionales, obsesionadas con el gas y el petróleo que se esconde en el subsuelo habitado por los indígenas dene, no hacen sino valerse de un amplio abanico de triquiñuelas legales para despojarles de una tierra que les pertenece, a la que debían todo lo que eran, y de la que se ven arrastrados porque de pronto ha llegado alguien que tiene en sus manos la fuerza bruta del dinero. 

Pero claro, el despojo de la tierra no puede producirse así, sin más, pues por muy descorazonado que sea el empresario o el gobernante de turno siempre le resta un mínimo atisbo de conciencia que le susurra, cual Pepito Grillo, "de alguna manera lo tendrás que justificar". Y en este caso, como en otros muchos a lo largo de la triste historia neocolonial, tan amplia que parece no tener fin en su prolongación hacia el futuro, el argumento empleado es tan claro como perverso: vosotros, dene, dice el hombre blanco, os tenéis que someter a nosotros y obedecernos, porque vuestra cultura, que vosotros creéis que es tal, no lo es. Sois salvajes, por lo que debéis dejarnos que os civilicemos. Y ayudados no tanto por las habilidades de persuasión como por la fuerza bruta, una vez más, de ese poderoso caballero que es don dinero, construyen escuelas y residencias para apartar a los niños de sus familias y, de esa forma, comenzar a extirpar la cultura de sus ancestros desde la raíz. Cabría preguntarse cuán interesante no sería ver una novela similar sobre la historia particular de los mismos religiosos y religiosas que, frustrados por una vida de insatisfacción, no hacen más que plasmar su frustración personal en los pobres niños a quienes criminalizan, sin darse cuenta de que son tan víctimas como ellos, o incluso más. 

Y así el círculo se cierra: nosotros les llevamos un modelo de desarrollo, les llevamos un modo de producción, aprovechamos y explotamos sus recursos, y les obligamos a vivir como nosotros y a heredar nuestros vicios, que son muchos, y nuestras virtudes, que como parece demostrado, escasean. Poco a poco, década tras década, la comunión con la tierra y la vida en comunidad dan paso al alcoholismo, el aislamiento de las familias, el juego, la delincuencia, la criminalidad... y sobre todo, hemos conseguido que los nativos olviden su propia razón de ser, convirtiéndose en económicamente dependientes de nosotros. Ya no saben caminar sin nuestra ayuda, y eso era justo lo que queríamos: porque cuando nos enfrentamos a ellos por primera vez nos parecían extraños, "orientales", que diría Edward Said, y debimos disponernos a occidentalizarlos para convertirlos a un lenguaje y a un registro que pudiésemos comprender; o dicho de otra forma, que nos resultase familiar para así poder controlarlos mejor. Ahora, las nuevas generaciones que se dan cuenta de la tropelía cometida contra sus mayores, comienzan a reclamar la restauración de sus derechos, pero el camino no es fácil, porque la amnesia inducida ha hecho mucho daño durante generaciones.

Eso sí, no todo está perdido: mientras queden observadores como Sacco, inmunes a la corrupción del mainstream, y lectores ávidos de sus obras que empleen la reflexión para hacerla militancia, queda un rayo de esperanza. 

domingo, 13 de septiembre de 2020

Crítica de Jonas Fink: una vida interrumpida, de Vittorio Giardino

Esta misma mañana he concluido la lectura de la edición integral de Jonas Fink. Una vida interrumpida a cargo de la editorial Norma, obra de Vittorio Giardino. Conocí al autor hace unos años, cuando leí No pasarán y, posteriormente, me interesó su aproximación a la novela negra a través de las vivencias de Sam Pezzo. Este verano decidí completar la serie de aventuras de Max Fridman, leyendo Rapsodia Húngara y La Puerta de Oriente, antes de adentrarme en las vivencias del infortunado librero de Praga. En general todas las obras de Giardino que siguen la senda de la historia europea durante el siglo XX comparten un denominador común: la lucha contra quienes representan el terror, sea de signo nacionalsocialista, sea de símbolo comunista. Aquí reside una de las virtudes del autor, consistente en no casarse con nadie y en identificar el mal con ojo crítico y un implacable dedo acusador, independientemente de la ideología que ese mal decida enarbolar en cada ocasión. 

El título de la obra que me ocupa, correspondiente a la edición integral, no podría ir mejor a la biografía del personaje ficticio: una vida interrumpida. Porque el protagonista de estas páginas vive tres interrupciones vitales esenciales, que marcarán su carácter: la pérdida de su padre, que le convierte en proscrito a ojos de la sociedad comunista del otro lado del Telón de Acero, debiendo renunciar a su talento para trabajar como librero mientras su madre se consume en una lucha tantálica contra el rodillo del sistema comunista; la pérdida de sus amigos y de su amor de juventud, a la postre el gran amor de su vida, la joven Tatjana, que abandona Praga camino de Moscú tan pronto como sus padres sospechan de las relaciones de su hija con el vástago judío de un médico depurado; y la segunda pérdida de Tatjana, que es a la vez la de su pareja, la vietnamita Fuong, al calor de los sucesos de la primavera de Praga. 

El joven, que ha experimentado el exilio interior desde que tiene uso de razón, ha de someterse ahora al exilio exterior, tomando el camino de París mientras el comunismo, ya entonces agonizante, pugnaba por demostrar que su brazo represor seguía siendo duro. Aquella misma joven que había encarnado para él el sentimiento del amor desapareció en medio del humo de los tanques para regresar de nuevo a Moscú, ahora como sospechosa y ella misma objeto de la represión del bárbaro Leonidas Brezhnev. De ello toma conciencia veinte años más tarde, cuando regresa de la mano de su familia francesa a una Praga tomada por el capitalismo y la fiebre turística, que ha dado en comercializar hasta las medallas soviéticas de quienes un día fueron represores, y ahora no son sino monos de circo expuestos para deleite del público, en el mejor de los casos. 

La última escena deja una puerta abierta a la reflexión: el ya maduro Jonas Fink, egoísta e inconformista porque la vida le ha forjado así, se encuentra en un antro praguense con el mismo jefe de la policía secreta que hizo posible la ruina de su familia. Caído el comunismo, el inspector Muda había pasado de ser una pieza esencial en el mecanismo represor a convertirse en un pordiosero, detestado por todos y objeto, él mismo, de un proceso judicial por los abusos cometidos durante los años duros de la Guerra Fría. Es una figura que inspira lástima al pobre Jonas quien, enfrentado al causante de su sufrimiento, no sabe más que ignorarlo y abandonar el local, deseoso de dejar atrás todo recuerdo de una época pasada. He aquí la reflexión: ¿de qué sirven la represión y la violencia al servicio del totalitarismo? ¿Qué bien hacen a las sociedades que las padecen?

Desde luego, no aportan más que dolor a sus víctimas, equivalente al vacío: es decir, no aportan absolutamente nada. ¿Y a sus autores? Visto el desenlace de la historia, resultan igualmente inútiles. Constituyen, en conclusión, la sublimación máxima de la sofisticación de la Humanidad que, en su afán por destruirse a sí misma, no hace sino idear herramientas inútiles en torno a las cuales se hace el vacío. Extraño logro este del siglo XX, que acaba de dejarnos no hace tanto. 

martes, 8 de septiembre de 2020

Tony Judt, Reappraisals. Reflections on the Forgotten Twentieth Century, London - New York, Penguin, 2008.

La obra que procedo a reseñar reviste gran interés en este momento, cuando estamos a punto de adentrarnos en la segunda década del siglo XXI, pero seguimos siendo herederos, en muy buena medida, del legado del siglo anterior. Sucesos como el auge del terrorismo islámico internacional, la crisis global de 2008, las tensiones entre Estados Unidos, Rusia y China, o la reciente COVID-19 han distraído nuestra atención lo suficiente para hacernos olvidar casi la centuria que nos precede, y en la que buena parte de nosotros nacimos. Precisamente por eso cobra especial relevancia la relectura de este libro de Tony Judt, elaborado a partir de la compilación de reseñas y artículos que el autor escribió a lo largo de la primera década del nuevo siglo. 

Desde el principio, la apuesta de Judt es bastante fuerte porque, pese al breve espacio temporal transcurrido, el autor adquiere la perspectiva necesaria para señalar las principales enseñanzas del siglo de las guerras, o el corto siglo XX, como Hobsbawm dio en llamarlo: 

1. La pérdida de memoria del pasado inmediato. 

2. La apuesta cada vez más decidida de Estados Unidos por la solución bélica, en cualquier contexto. 

3. La opinión cada vez más extendida en contra del intervencionismo estatal en materia económica. 

4. La llamativa ausencia de intelectuales. 

5. El proceso de cambio cada vez más acelerado, que genera en la mentalidad colectiva un miedo poco recomendable si se piensa en quienes pueden emplearlo en beneficio propio, con aviesos intereses. 

6. La crisis evidente de las grandes ideologías. 

7. La amenaza global terrorista. 

De entre estos siete elementos, la pérdida de memoria se aventura como el mal más preocupante del nuevo siglo que recorremos. Aunque acontecimientos tales como la caída del Muro de Berlín, la disolución de la URSS o la Guerra de Yugoslavia sucedieron hace apenas veinte años, no solo nosotros, sino que por descontado las generaciones que nos suceden hemos relegado tales sucesos y su enseñanza obligada al lugar más recóndito de nuestra memoria. Así pues, nos colocamos a nosotros mismos en una posición de minoría de edad perpetua, que nos mueve a sorprendernos y hacernos de nuevas ante sucesos que guardan demasiada similitud con otros acontecimientos no tan lejanos en el tiempo, cuya experiencia y enseñanzas deberíamos haber asumido para no cometer los mismos errores. 

Más allá de esta reflexión, ha de hacerse notar el contenido de cada una de las secciones del libro que analizamos: 

Para empezar, en la primera parte subraya la relevancia de determinados intelectuales, entre ellos Arthur Koestler, Hannah Arendt o Primo Levi, destacables por la actitud crítica que adoptaron frente al teatro vital en el que debieron desarrollar su acción, así como por la voluntad constante de cuestionarse a sí mismos sin caer jamás en posiciones doctrinarias. Una actitud que nos parece cada vez más difícil en las circunstancias presentes y que, generando la falsa sensación de hacernos más fuertes, no hace sino debilitarnos, porque prescindimos voluntariamente del acerbo cultural que nos precede y sin el cual, mal que nos pese, no somos sino pobres individuos desarmados frente a la perversidad de los líderes de opinión, mucho más líderes pretendidos que poseedores de una opinión certera. 

La segunda parte constituye un profundo análisis, a través de una potente lente de observación, de la huella del marxismo en figuras de la talla de Eric Hobsbawm y Louis Althusser, todas ellas respetables en lo que a su intelectualidad se refiere, pero criticables en un punto común: la diversa forma en que, con mejores o peores intenciones, han desvirtuado el mensaje marxista y han obviado los crímenes de las dictaduras comunistas para justificar su propia posición ideológica. Algo que, a juicio de Judt, les hace merecedores de una severa crítica desde la perspectiva de la razón objetiva. 

En la tercera parte el autor se asoma a cinco ejemplos claros de cómo la falta de memoria deviene necesariamente en una perversión de la identidad presente. La Gran Bretaña laborista ha olvidado su pasado de lucha obrera para confiarse a Tony Blair, mucho más preocupado en gobernar conforme a los intereses de los poderes económicos que en satisfacer las demandas de sus representados, quienes en el mejor de los casos se desencantan por la extraña deriva del laborismo, llegando en las peores circunstancias a orientarse hacia posiciones ideológicas radicalmente opuestas. En este punto interesa el concepto de "post-política", con el que Judt alude a la nueva era que vivimos: una era en la que no importa la ideología de nuestro representante, puesto que lo que verdaderamente cuenta es su capacidad para hacer que las cosas funcionen. 

Continúa el ensayista con un estudio pormenorizado de la construcción de la memoria reciente francesa, tan preocupada por mantener vivo el legado del pasado como por falsear los elementos de esa historia que le resultan especialmente vergonzantes: también así, concluye el historiador, se acaba perdiendo la memoria y, con ella, la identidad. Relevante es la radiografía de dos estados paradójicos dentro de la Europa que conocemos: de un lado, una Bélgica progresivamente descentralizada hasta el extremo de ofrecer escasas garantías de estabilidad; de otro lado, una Rumanía que se erige en el paradigma de la tragedia comunista en la Europa del este, aquejada de los mismos vicios y problemas de la era comunista con un añadido peligroso: la ausencia de un aparato de partido que ampare, bajo una falsa apariencia de legalidad, a unas mafias que, en consecuencia, siguen operando ahora con total libertad, sin necesidad de enmascararse bajo un pretendido halo de respetabilidad. 

El último elemento de cuyo análisis se ocupa es el no menos controvertido caso de Israel, a medio camino entre Europa y el Próximo Oriente, más por necesidad de supervivencia que por su posición geográfica real. De ser un país acosado por el mundo árabe, que encarnaba la lucha del oprimido contra quienes pretenden subyugarlo, Israel ha pasado a ser un estado aniquilador de la heterogeneidad, sobre todo si tal diversidad viste con atuendo palestino y habla cualquier dialecto del árabe. Los mismos individuos que sufrieron la opresión en los campos de exterminio se han convertido en los verdugos de la población palestina, con el beneplácito de unos Estados Unidos cuya limpieza de intención ha de ser puesta, cuando menos, en tela de juicio. De ahí que la simpatía internacional se haya diluido poco a poco, hasta transformarse en prevención, cuando no en animadversión, hacia un estado totalizante inspirado por unespíritu de supervivencia rayano en la violencia animal contra el agresor. 

La cuarta y última parte del ensayo constituye un análisis de América, condicionado en su óptica porque entiende por América solo los Estados Unidos de América. A quienes se dispongan a acusar a Judt de imperialismo y connivencia con el Tío Sam les diremos que no se precipiten, pues si Estados Unidos ocupa sus desvelos en esta parte final del libro es para señalar sus defectos, sus obsesiones y su afán por ocultar su propia decadencia, de la mano de líderes de pantomima como Ronald Reagan, Henry Kissinger, o más recientemente Donald Trump. Cabría preguntarse si el predicamento de la política exterior estadounidense habría alcanzado un calado similar de no contar con apoyos exteriores tan decisivos como el del pontífice Juan Pablo II durante los años de la lucha contra el sandinismo en Latinoamérica. 

El libro concluye con una profunda y premonitoria reflexión: a menos que nos esforcemos en preservar el legado del pasado reciente, y a menos que la izquierda se apresure a recuperar sus ideales originales y a apoyar políticas sociales, adoptando al mismo tiempo una postura crítica para con las instituciones oficiales, corremos el riesgo de la radicalización ultra-conservadora de la clase obrera, inspirada por ese mismo "yo lo que quiero es que esto funcione" que puede arrojarnos en manos del lobo, olvidando que, aunque no queramos, seguimos siendo corderos que hemos de defender la integridad del rebaño frente a hambrientas sonrisas de caninos afilados. 

domingo, 7 de junio de 2020

La conjura contra América

Podría parecer que mis lecturas de cuarentena han sido oportunistas, pero os puedo garantizar que no: de hecho, me ha llevado años aproximarme a Philip Roth porque siempre me ha parecido que su prosa es demasiado densa, y me animé hace un mes a leer La conjura contra América como preludio para ver la serie después. Sigo pensando que el estilo de Roth es recargado y que no anima a la lectura si lo que se quiere es conocer los hechos de manera clara y sucinta; pese a ello, la historia merece la pena. Es preciso diferenciar entre la ficción de la novela y lo que estamos viendo en las calles de Estados Unidos en las últimas dos semanas, de modo que empezaré por la ficción, si no os parece mal. 

La historia que se cuenta en La conjura contra América es ficticia, pero verosímil en un país en el cual, como una compañera de trabajo me dijo una vez, la fiesta siempre puede acabar mal. En este caso, un candidato a la presidencia de los Estados Unidos por el Partido Republicano (no es casualidad) acaba alzándose con la victoria frente a Franklin Delano Roosevelt, en cuyo haber se cuenta tanto la recuperación económica tras el Crack del 29 como una intensa campaña por participar en la Segunda Guerra Mundial para combatir al nazismo. Charles Lindbergh se convierte así en presidente con una fórmula muy sencilla: la bandera de la paz y del aislacionismo estadounidense, tan presente en la política exterior de aquella nación hasta inicios del siglo XX. Solo hay un detalle que convierte a su presidencia en algo inquietante: es un declarado antisemita. 

Los mecanismos que posibilitan el ascenso de Lindbergh son los mismos que hemos visto siempre en cualquier campaña electoral: una extraña y explosiva mezcla de mensajes grandilocuentes que todo el mundo quiere oír, un tema central repetido de manera machacona, y una simpatía capaz de cautivar a propios y extraños. El drama en el caso que nos relata Roth es que esa simpatía consigue que al candidato republicano le voten incluso quienes se adivinan como sus víctimas inmediatas: la comunidad judía, arengada por algún que otro rabino que se siente investido de una voz de mucha mayor autoridad de la que le correspondería en un mundo en el que la justicia existiera. Así llega el presidente a controlar los destinos del país, mientras alcanza acuerdos secretos con Alemania para mantener a Estados Unidos en su posición de neutralidad, que no es sino una colaboración encubierta con las fuerzas del III Reich mediante el envío de armas. 

Como no podía ser de otra forma, un contexto tan poco propicio provocará un auténtico seísmo en una familia judía modelo: los Roth, que ven tambalearse sus cimientos cuando su sobrino adoptado, Alvin, pierde una pierna combatiendo en las filas británicas, y su hijo mayor Sandy se declara admirador del presidente, renegando de la propia comunidad a la que pertenece, a la que se refiere despectivamente como "you people". En más de una ocasión su padre tendrá que reconvenirle para recordarle que ese "you" que se empeña en usar destilando bilis en cada palabra le incluye también a él, aunque no quiera. La combinación es tan desazonadora que en un momento concreto de la novela todo parece a punto de estallar por los aires: la familia Roth, la comunidad judía de Newark, el país y, con él, el mundo en su conjunto. Algo sucede que provoca un desenlace inverosímil: la desaparición del presidente, por unas razones y en unas circunstancias que no revelaré para no hacer más spoilers a posibles lectores, pero que hacen que el final del relato resulte trepidante. 

Si en algo resulta profético el relato de Roth es, especialmente, en el acierto para demostrar que cuando un colectivo desfavorecido y minoritario se extraña de sí mismos, votando a quien representa unos intereses radicalmente opuestos a los suyos, simplemente porque siempre ha deseado ser otra cosa, corre un riesgo muy grave de perder su propia esencial, de olvidar su camino, y lo que es peor: de arrojarse en manos de la tiranía. Hago esta reflexión mientras observo las imágenes desoladoras de la población afroamericana en Estados Unidos, indignada contra el presidente Trump y su silencio cómplice frente al supremacismo blanco: un mal endémico en aquel país, que nunca desaparecerá mientras no se adopten medidas claras que impliquen el reconocimiento tácito y evidente de la igualdad de todas las personas, con independencia de su condición étnica. Y pienso esto mientras recuerdo cómo en las elecciones de 2016 una proporción nada desdeñable de población latina y afroamericana declaró con orgullo su voto favorable al hoy presidente de los Estados Unidos, amparándose en una máxima simple y efectiva: "America first". 

Lo que entonces todos olvidamos es que la "America" que entonces tenía Donald Trump en mente tenía poco que ver con esa tierra que se proclama a sí misma cuna de la democracia y de la libertad. Era una América que él concibe en términos de su propio grupo: la élite adinerada, el mundo de los negocios... en definitiva, aquellos que se creen demasiado buenos como para juntarse con el pueblo, por un miedo despreciable a que sus caros trajes se manchen con el olor de los problemas de la gente. Ahora, cuando han transcurrido cuatro años y se celebrarán nuevas elecciones, es importante que seamos todos conscientes de lo que está sucediendo; que no nos dejemos engañar más por promesas y discursos vacuos; y que seamos capaces de actuar en las urnas con la responsabilidad suficiente como para no pasar otros cuatro años lamentando el error. Porque la simpatía y la buena presencia no son motivos para optar por el individuo que ha de dirigir los destinos de un país: pueden ser razones para invitar a alguien a unas copas y pasar un rato de risas, pero asumir el gobierno de una nación con la voluntad firme de todos los colectivos que la integran, y que tienen igual derecho a ver sus voces reflejadas en las medidas del gobierno, no es cosa de risa. 

En absoluto. 

martes, 12 de mayo de 2020

Educación, Memoria e Historia: tres heridas en la España Actual

Señores Académicos, Dignas Autoridades y Apreciado Público Asistente,

He de comenzar declarando cuán honrado me siento al aceptar la invitación de la Real Academia de Nobles Artes de Antequera, cuyos miembros han decidido aceptarme como uno más de sus integrantes en calidad de Académico Correspondiente, honor que, estén ustedes seguros, no merezco. Acepto, no obstante, su decisión con humildad y con el deseo de corresponder a su atención para con mi persona, pronunciando un discurso de ingreso capaz de estar a la altura de las circunstancias.

Cuando recibí la noticia, hace unas semanas, se presentaba ante mí un reto nada desdeñable: obsequiar al auditorio con una reflexión propia del entorno académico en que nos encontramos. Con rapidez identifiqué los temas centrales que vertebrarían mi exposición ante todos ustedes. Y así como Miguel Hernández escribió sobre las tres heridas, la del amor, la de la muerte y la de la vida, me fue dado señalar, a mi vez, tres tajos en el costado de nuestro país por los que España se desangra. Lejos, pues, de la melancolía del poeta natural de Orihuela, un profundo sentimiento de pesimismo, rayano en el realismo, sin acertar a definir la línea divisoria entre ambos, me incitó a subrayar las tres heridas de la España actual: la Educación, la Memoria y la Historia. Escritas así, con mayúsculas, corresponden a tres temas capitales de nuestra sociedad, muy por encima de la crisis de los mercados y de las fluctuaciones económicas, puesto que cualquier cosa puede arriesgarse a perder el ser humano, salvo aquello que le da su esencia: la Humanidad.

¿Existe Humanidad en nuestros días? Bastará a los presentes dar un rápido vistazo alrededor, para percatarse de que la situación no se presenta nada halagüeña. Al brusco cambio en el sistema de valores, evidente a todas luces, que se ha operado entre las generaciones nacidas en el tránsito del siglo XX al siglo XXI, han de sumarse otros dos males, tanto o más graves que aquel: la imposición de la cultura de la inmediatez y el cortoplacismo, y una apuesta decidida de propios y extraños, de ciudadanos, autoridades y gestores, por la formación técnica, dejando de lado a las Humanidades. Todo ello coloca a cualquier observador ante un panorama gris, de suerte que uno parecería encontrarse ante las puertas del Infierno de Dante, releyendo una y otra vez la inscripción terrible que avisaba a quien se aventuraba en aquellos dominios: quienes entréis, abandonad toda esperanza.

Una vez dibujado el panorama preliminar, en torno al cual girará mi exposición, permítaseme la licencia de seguir el orden inverso al de los términos que conforman el título de este discurso. Así pues, procederé inicialmente a hablar de la Memoria, en sus diferentes acepciones, para reflexionar después sobre la Historia y, por último, hacer un alegato por la Educación. Antes de proseguir, he de reconocer ante ustedes que sí, que probablemente la elección del tema del discurso no haya sido tan trabajosa como pretendo señalar: quizá influyó en el proceso de su maduración mi propia formación como historiador, unida a mi segunda pasión, a la que me dedico desde hace unos años, la Educación.

Historia

Mis padres jugaron en mi formación un valor fundamental proporcionándome, desde mis primeros años de vida, cuantos recursos estaban a su alcance para que nada interfiriese en mi crecimiento personal. En todo momento respetaron las decisiones que fui tomando a lo largo de mi carrera, desde que me fue dada la iniciativa propia en el itinerario académico que habría de seguir. Cuando llegó la primera encrucijada de caminos, a los dieciséis años, mi apuesta fue decidida: mi vida quedaría ligada a las Humanidades. Dos años después, la decisión fue aún más arriesgada, pues me vi en el brete de comentarles el deseo de continuar mi trayectoria académica en la Licenciatura en Historia. Nótese que cuando hablo de riesgos y de decisiones osadas, lo hago siempre desde la perspectiva actual. No en vano, cuando caminé mis primeros pasos en el Aulario Gerald Brenan de la Universidad de Málaga, una mañana gris de octubre de 2001, junto a mí había en el aula algo más de medio centenar de personas que se habían inclinado por aquella misma alternativa.

Ahora bien, visto desde los ojos de un ciudadano actual, quince años después, la decisión a favor de una carrera humanística carece de popularidad y suscita reacciones de incredulidad o, cuando menos, de escepticismo. ¿Humanidades para qué? ¿Historia para qué? Resulta interesante responder ambas preguntas en la España presente, porque la coyuntura que atravesamos hace especialmente sencillo hallar una contestación directa a la cuestión. Cuando nació la Historia, a caballo entre el siglo VI y el siglo V a. C., de la mano de Hecateo de Mileto y de Herodoto de Halicarnaso, lo hizo como una disciplina funcional, encaminada a relatar “la verdad”, es decir, a justificar el predominio de la Atenas clásica sobre el resto de poleis griegas, partiendo de una trayectoria histórica previa fundada sobre la doctrina de la predestinación. No nos engañemos: siempre ha servido el arte de Clío para servir a determinados intereses políticos de diferente signo. Pero, ¿ha sido esta su única función?

Ha de responderse con un no tajante: cuando los seres humanos escriben el relato de su propia historia, no hacen sino explicarse a sí mismos en la actualidad, sobre la base de lo que fueron un día, que en buena medida se conserva en lo que son hoy, ayudando a comprender cuanto acontece a nuestro alrededor. Así pues, centrándonos en la coyuntura actual de España, hemos de preguntarnos: ¿cómo está nuestro país en el día de hoy? En función del signo y el color de la bandera que ondeemos, concluiremos ora que muy bien, saliendo adelante en medio de un vergel de brotes verdes, ora que fatal, asediado por una deuda externa difícilmente saldable en sus condiciones presentes, por lo demás bastante desconocidas para el individuo de a pie. Por los intereses de este relato, vamos a quedarnos con la alternativa pesimista, que suele siempre ir acompañada de una popular sentencia: “nunca hemos estado peor”. ¿Es eso cierto?

Pronunciar una aseveración de tal contundencia no hace sino ilustrar nuestro desconocimiento sobre nuestros propios orígenes. Además de la ignorancia de un principio fundamental: “lo peor” y “lo mejor” solo existen en sentido relativo y dependen de los términos de la comparación. A poco que echásemos la vista atrás, nos percataríamos de que el devenir histórico español en el último siglo no ha distado en exceso de la situación que hoy nos vemos obligados a afrontar. Pensemos, sin ir más lejos, en la España de la Restauración, también a caballo entre dos centurias. En aquel momento, el regeneracionista Joaquín Costa condenó lo que él llamaba un régimen democrático de baja intensidad, importado de Inglaterra sin tener en cuenta un aspecto fundamental: los españoles no somos los ingleses. Esto es, el carácter tan peculiar del conejillo de Indias que había de someterse a aquel experimento hacía prever que los resultados iban a distar bastante de los registrados allende el Canal de la Mancha. Entonces el derecho de voto quedaba muy restringido, del mismo modo que el reconocimiento del sufragio universal masculino, a mediados de la década de 1890, no fue sino un tamiz progresista para conseguir el favor de la Izquierda Dinástica.

Mientras tanto, una red de oligarcas y caciques locales distribuía sus influencias en los diferentes pueblos y regiones de España, operando con habilidad suficiente como para garantizar un amplio número de lealtades en las diferentes circunscripciones leales a uno u otro candidato ministerial. Así puede explicarse que se diese la feliz circunstancia de que, ya desde el reinado de Isabel II, pero sobre todo tras la Restauración Borbónica, siempre ganase las elecciones el partido en el gobierno, encargado a la sazón de convocarlas y “prepararlas”. A nosotros, antequeranos, no ha de resultarnos ajena la práctica, puesto que una de las grandes figuras del sistema caciquil fue nuestro conciudadano, Francisco Romero Robledo, Ministro de la Gobernación durante los gobiernos conservadores de Antonio Cánovas, famoso por su habilidad para tejer voluntades y su falta de escrúpulos para saciar sus ambiciones.

Pensarán los asistentes que el cuadro dibujado corresponde a una época ya superada, dado que tales prácticas son inexistentes en la actualidad. Y ha de dárseles la razón hasta cierto punto: el sufragio universal y la soberanía nacional son, en la actualidad, realidades plenamente implantadas en la sociedad española. Sin embargo, cabe preguntarse: ¿hemos desterrado nuestro carácter de democracia de baja intensidad? La verdad es que no: la ciudadanía activa implica mucho más que ejercer un derecho puntual al sufragio cada vez que ocurre una convocatoria electoral. Significa hacer un seguimiento continuo de la evolución del país para juzgar a cada partido y a cada prócer del Estado en su justa medida, sin caer en tópicos y razonamientos vacuos, fundamentados sobre la máxima “dicen que…”.

Bastaría a todos nosotros conocer nuestra propia historia, es decir, repasar nuestro discurso sobre lo que una vez fuimos y lo que somos hoy en día. Ese simple ejercicio retrospectivo sería suficiente para percatarnos de que, en realidad, el avance en la calidad del sistema no ha sido apenas notable en determinados aspectos que, lejos de ser nimios, contribuyen a perpetuar los vicios heredados del siglo XIX. Asimismo, esa misma búsqueda de nuestros propios orígenes contribuiría a concienciarnos de que, si el avance en los últimos cien años ha sido más bien escaso, redundando ello en la consolidación de una ciudadanía de baja calidad y escaso o nulo contenido real, quizá convendría cambiar determinados elementos para que la rueda deje de rodar o, al menos, no lo siga haciendo en la misma dirección. Aunque solo sea por la salud y la integridad de quienes contribuyen a que se mantenga en movimiento, que no somos sino los ciudadanos españoles. Ahora bien, como alguien dijo alguna vez, nada va a cambiar si no lo cambiamos nosotros, y para conseguir este objetivo, además de voluntad, hace falta memoria.

Memoria

Un pequeño excurso sobre la memoria es la consecuencia directa de las ideas expuestas en las últimas líneas. Memoria e Historia son dos conceptos estrechamente ligados entre sí, que se complementan y señalan por igual con su dedo acusador al pecho del corazón humano, apelando a la responsabilidad de todos nosotros para con lo que somos, en función de lo que fuimos. Desgraciadamente, si por algo se caracteriza nuestra sociedad, es por la falta de memoria en sentido general. Y en este punto cabe señalar dos elementos capitales, que conviene distinguir muy bien: la amnesia propia, voluntaria, y la amnesia inducida.

Cierto novelista contemporáneo, en una obra publicada hace unos diez años, reflexionaba sobre las venturas y desventuras de un combatiente francés de la Resistencia contra la dominación alemana. A lo largo de las páginas de su novela, una misma reflexión se repetía con cierta frecuencia: la amnesia no es necesariamente un síntoma de la enfermedad de la mente, sino que también puede indicar su buena salud. Hasta cierto punto, se puede estar más o menos de acuerdo con la afirmación del autor, pero a la vista de las circunstancias actuales, es preciso responder a dicha máxima con otra sentencia popular: “abusando, hasta la Gracia de Dios hace daño”.

Durante los años en que ejercí como docente de Ciencias Sociales, es decir, como profesor de Geografía e Historia, en las aulas de Educación Secundaria Obligatoria, llamaba poderosamente mi atención el desconocimiento de mis alumnos sobre el pasado más reciente. No hablo ya de obligarles a recordar la Guerra Civil, la pérdida de las colonias o las Cortes de Cádiz. Cualquier acontecimiento de una antigüedad superior al lustro les resultaba tremendamente lejano, de modo que para rescatarlo precisaban de auténticos esfuerzos intelectuales, que en algún momento me hicieron temer por su integridad física y psicológica.

Entonces, aquella circunstancia me conducía a reflexionar sobre mí mismo: en el fondo, me decía, estoy hablando con chicos y chicas adolescentes, nacidos a finales de los años 90 del siglo pasado, para quienes aún no se ha formado la estructura mental precisa para concebir las diferentes etapas temporales en sentido abstracto. O eso, al menos, nos contaba el ilustre pedagogo Jean Piaget, cuando analizaba la evolución del concepto de tiempo en la mente de los niños, a lo largo de su vida educativa. Esta auto-convicción constituía en sí misma un mantra que yo me repetía para tranquilizar mi conciencia y para convencerme de que yo mismo, a mis escasos treinta años, me estaba quedando desfasado para el público adolescente.

En cambio, mi alarma saltó al llegar al aula universitaria. Desde que ejerzo como docente en Educación Superior, con frecuencia he encontrado algunos alumnos que continúan dicha tendencia al olvido de lo reciente. Y lo que es más alarmante, en los diferentes círculos de amistades en que me he movido en los últimos años, he podido constatar esa misma realidad incluso entre personas de mi edad y mayores que yo. Entonces sí que no hay forma de tranquilizar la conciencia propia, porque la situación es bastante grave. ¿Cuál puede ser el motivo de dicha desmemoria? Desde mi punto de vista, hay dos explicaciones, en absoluto disyuntivas entre sí, dado que ambos fenómenos se retroalimentan y reproducen una conciencia social alarmante.

Puesto que soy partidario de comenzar siempre analizando los problemas a partir de la responsabilidad propia, hablemos de la amnesia voluntaria. El individuo, entendido como sujeto adulto y en pleno dominio de sus facultades mentales, cada vez se interesa menos por recordar aquello que fue. En él se ha instalado la convicción de que el medio plazo y el largo plazo no existen en absoluto, puesto que solo le interesa aquello que se consigue de manera inmediata. El imperio de la inmediatez o, si se quiere, del cortoplacismo, como lo llamaba al comienzo de mi discurso, provoca un fenómeno aterrador en el ser humano: obligado por imperativo racional a mirar permanentemente al futuro inmediato, al después, al luego y al mañana, y movido por la ansiedad de un resultado también inmediato, olvida el acto reflejo de mirar hacia atrás.

Así, con el paso del tiempo, su cuello queda atrofiado y, aunque puntualmente sintiese cierta nostalgia de todo lo que ha dejado tras de sí, ya no le es posible volver la vista. Su mente se ha hecho al vicio de caminar hacia delante sin detenerse, sus piernas ya no le obedecen y su cuerpo marcha solo, sin que sea capaz de retomar el control de sus propios reflejos. De este modo, con una ausencia total de reflexión y meditación sobre sus actos, lejos de dar pasos seguros sobre tierra firme, se ve obligado constantemente a tropezar y levantarse. Hemos pasado, pues, de un mundo de certezas y seguridades a un terreno de incertidumbre permanente, prisa y aceleración que acabará agotando a la especie humana, condenada, de este modo, a sucumbir a su propio éxito, como la actriz Natalie Portman en El Cisne Negro, o como la Familia Buendía en Cien Años de Soledad. Porque “las estirpes condenadas a cien años de soledad no tienen una segunda oportunidad sobre la Tierra”.

Ahora bien, ¿corresponde solo a nosotros la responsabilidad de renunciar a nuestra memoria, a nuestra conciencia sobre nuestro pasado? En parte sí, y en parte compartimos la autoría de este hecho con las verdaderas mentes pensantes del mundo actual: dueños de medios de comunicación, clase política y dispensadores de diferentes productos de ocio. Son ellos, y no otros, quienes han comprendido perfectamente las ventajas de fomentar la desmemoria del individuo: si los seres humanos, como colectivo, nos dejamos apresar por la amnesia y perdemos conciencia sobre nuestra propia identidad, nos iremos convirtiendo paulatinamente en carne de propaganda. De este modo, nuestros intereses serán aquellos que ellos nos señalen, y nuestros enemigos aquellos sobre quienes ellos llamen nuestra atención.

Porque borrando la memoria de la sociedad, en su conjunto, y aprovechando la voluntad propia del ser humano de perder de vista la mochila de su propio pasado, se contribuye a borrar su identidad. Así, nuestra identidad acabará siendo la que nos indiquen otros, porque nos dejamos aconsejar sin apenas rechistar. Solo de esta forma se explica la rapidez con que cunden las modas; hagan la prueba en casa: siéntense ante el televisor y contemplen un programa cualquiera, o un noticiario indeterminado. Bastará que una tendencia concreta aparezca en los medios de comunicación, para que en pocos días el fenómeno se extienda al conjunto de la sociedad, que en ese momento sí demostrará una unidad de acción de la que carece en cualquier otro ámbito. Valga como ejemplo el fenómeno de Pokemon Go, tan reciente en nuestro imaginario colectivo. Y, acto seguido, pregunten quién fue el último Premio Goya.

¿Quiere esto decir que la batalla está perdida? En absoluto. El camino de recuperación de nuestra memoria, que es el camino de lucha por nuestra identidad, solo nosotros podemos recorrerlo. Para ello precisamos de un instrumento fundamental, que ha de revalorizarse sin mayor dilación en la España actual: la educación.

Educación

Cuando comienzo mis clases de Didáctica de las Ciencias Sociales, siempre utilizo el mismo recurso ante los alumnos, independientemente de su perfil: reflexionamos sobre los orígenes de la Educación y su razón de ser. En el recorrido por la historia de la Educación, desde la Antigüedad hasta nuestros días, constatamos tres realidades: en primer lugar, que en sus orígenes la Educación y la figura de los educadores aparecieron para formar a los futuros reyes y príncipes, quedando fuera del alcance de las clases populares; seguidamente, que en diferentes momentos, la Educación siempre ha acabado sirviendo a determinados intereses políticos, sociales y económicos, que no querían dejar escapar la ocasión de controlar cómo se iba a educar, tanto a las futuras élites dirigentes, como al conjunto de la población; por último, que siempre, a lo largo de la Historia, han surgido intentos de construir una Educación independiente, centrada no en intereses elevados y espurios, sino en la dignidad del ser humano como tal, los cuales desafortunadamente nunca alcanzaron la popularidad deseada.

Ha de reconocerse que el carácter elitista de la Educación, a día de hoy, queda lejos de nuestra sociedad, aunque algunos vientos de la Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa, la tan denostada LOMCE del ministro Wert, parecen traer consigo nubarrones de una borrasca que creíamos superada. En cambio, los otros dos elementos que señalamos en el párrafo anterior siguen vigentes en la realidad educativa. Habrá quien alegue que es un auténtico dislate hablar de una Educación al servicio de determinados intereses políticos, en pleno año 2016, pero a quienes propongan esta objeción les animo, al hilo de mi discurso, a hacer un fácil ejercicio de memoria: ¿se han parado a pensar en el número de leyes y reformas educativas existentes en España desde 1975? Espero y deseo que la respuesta a esta cuestión baste por sí sola para acallar las voces de protesta y darme una oportunidad para defender mi argumento.

La sociedad española que he ido dibujando en las páginas precedentes no surge como una creatura nacida de la nada, por generación espontánea, para sorpresa de los asistentes a tan extraordinario suceso. Lo que los españoles somos hoy, para mal y para bien, es la consecuencia directa de un sistema educativo que ha ido degenerando en las últimas dos décadas, sin que nadie tome conciencia de la gravedad de la situación, pese a que la evidencia comience a ser alarmante. Los legisladores que concibieron la LOGSE, tenían en su horizonte teórico dos objetivos bastante bien definidos: conseguir que todos los chicos y chicas de 16 años alcanzasen un nivel de estudios medio y reducir el fracaso escolar. Lo que no quedó claro entonces, pero se comenzó a vislumbrar con el paso del tiempo, fue que ambos objetivos se conseguirían con una fórmula muy sencilla: por una parte, bajar el nivel de exigencia; por otra parte, extender la obligatoriedad de la educación dos años. De resultas de ello, no solo los educadores habían de encontrarse con un alumnado insatisfecho en las aulas, deseoso de estar en cualquier otro sitio y abocado a boicotear la dinámica de clase, sino que además vieron cómo la extensión de la escolaridad obligatoria no implicaba que la formación final de los alumnos egresados fuese mejor.

Desde aquel momento, no obstante, se produjo un fenómeno, a mi entender, mucho más grave: el desprestigio de la cultura del esfuerzo. Durante mi experiencia educativa he tenido la oportunidad de trabajar con alumnado de muy diverso perfil, con diferentes ritmos de aprendizaje y necesidades educativas de diversa consideración. En todo momento he intentado empatizar y comprender las circunstancias de todos ellos, llevando la atención a la diversidad a su máxima expresión, desde la convicción de que cada alumno representa un caso individual que, como tal, merece de nuestra atención y auxilio. Ahora bien, del mismo modo que nadie me ha movido de mi convicción sobre la utilidad del principio de diversidad en el aula, tampoco nadie ha conseguido desterrar de mí una idea: media mucha distancia entre ayudar a quien tiene dificultades, y recurrir a dichas dificultades como excusa para suplir uno mismo el trabajo que corresponde al alumnado.

Por un motivo fundamental: cuando educamos, nos enfrentamos ante una población de entre 6 y 16 años, en pleno proceso de formación de la personalidad. Los valores y hábitos que esos alumnos aprendan a lo largo de su trayectoria educativa, serán los que asimilen y perpetúen a lo largo de su existencia. Y en este proceso, nos cabe una gran responsabilidad: la de construir poco a poco la identidad de nuestros chicos y nuestras chicas, que les conduzca a convertirse en ciudadanos responsables y de pleno derecho en un futuro no muy lejano. Aquellos retos que les ayudemos a superar, señalándoles el camino, pero dejando que sean ellos quienes lo recorran, serán una reproducción a escala de las dificultades que encontrarán a lo largo de su vida. Y seguro que, cuando sean capaces de salir adelante por sus propios medios, recordarán con afecto los consejos de aquellos profesores que les enseñaron, antes que nada, a ser personas íntegras.

Apuesto, pues, por un modelo educativo diferente, que no prime el escaso esfuerzo; desterremos de una vez el mensaje de la facilidad: “aprende a hablar inglés fácil”, “consigue el carné de conducir fácil”. La vida, con sus avatares, no es fácil, y si educamos a generaciones enteras en la convicción de que sí lo es, no solo les estaremos engañando, sino que les convertiremos en víctimas propiciatorias de la propaganda, que les manejará a su merced, aprovechando la carencia de criterio de aquellos a quienes nosotros no supimos educar. Y sobre todo, apuesto por una Educación que sea precisamente eso: Educación. Al margen de signos políticos y totalmente despreocupada por las siglas de una ley o por la denominación de una materia o una competencia básica. Porque la Educación, aunque aún no hayamos tomado conciencia de ello, no es un pilar más: es el pilar fundamental sobre el cual se construye una sociedad. Y ha de sobrevivir los avatares políticos porque ha de ser más fuerte que ellos, dado que será la fuente común de donde habrán bebido quienes en el futuro, si lo hacemos bien, sepan gobernar al país por la senda justa, con independencia de su signo y sus ideas.

Por este motivo, uno no puede evitar sentir rabia y dolor cuando observa, atónito, cómo la clase dirigente la convierte en primera moneda de cambio cuando llega el momento de operar recortes presupuestarios para hacer frente a una crisis. Como mucho, nuestros dirigentes salvan a las enseñanzas técnicas, únicas que parecen dotadas de valor en un mundo donde constantemente se piden resultados rápidos, como decía antes, sin reflexionar y sin pensar. Así pues, mi última reivindicación en pro de la Educación, es por una puesta en valor de las Humanidades: porque una sociedad donde los seres humanos no estudian ni comprenden aquello que constituye su esencia como tales, ¿a dónde camina? Prefiero dejar que sean ustedes mismos quienes lleguen a sus propias conclusiones, para refrenar así mi excurso realista y concluir las que no han sido sino reflexiones que deseaba, desde hace tiempo, compartir con un amplio auditorio como el que ustedes componen, y cuya paciencia, de antemano, agradezco.

Conclusión

“Después de esto, ¿qué nos queda?”, se preguntarán. Lamentaré mucho que abandonen la sala pensando que todo está perdido. Es más, por paradójico que pueda parecer, pretendo que este discurso concluya precisamente con el tono contrario al que le ha caracterizado, realizando un canto de esperanza. Por el mismo motivo por el que el reconocimiento de un problema y su aceptación son el primer paso para hallar una solución, tomar conciencia de la situación de nuestra sociedad constituye también el primer peldaño hacia un duro ascenso, que no puede sino conducir a nuestra mejora como colectividad.

Si algo ha caracterizado a la sociedad española tradicionalmente ha sido su abnegación y su capacidad para salir adelante en los momentos más críticos. La novela picaresca no es en realidad el retrato de un país corrupto, entregado al vicio y al crimen, sino el espejo de una sociedad que aprendió a sobrevivir a la penuria con cuantos medios tenía a su alcance, que no eran muchos. Ahora bien, las posibilidades de salir adelante pasan, de manera ineludible, por dos premisas: en primer lugar, es preciso que retomemos las riendas de nuestra conciencia y nuestra identidad, alejándonos de los clichés sociales que desean imponer quienes luchan por el imperio de la globalización, escudados únicamente en el principio de que un pensamiento único es mucho más fácil de gobernar que una pluralidad de pensamientos divergentes. En segundo lugar, hemos de asumir la responsabilidad de nuestro propio futuro y apostar por un sistema educativo que sea capaz de eliminar, en nuestros hijos y nuestros nietos, los vicios que haya podido generar en nosotros mismos. Una Educación que devuelva al ser humano su dignidad y no le haga pensar solo en la necesidad de obtener un buen resultado en los exámenes, sino de aprender, formarse y crecer como persona. Ello requiere esfuerzo, capacidad de superación y, sobre todo, el amargor de luchar día a día sin que se vea necesariamente un resultado inmediato. No obstante, el fruto del trabajo bien hecho, cuando se ha invertido en él tiempo, esfuerzo y cariño, es mucho más satisfactorio que las migajas transitorias que, desde otros frentes, nos ofrecen con la única promesa de una felicidad efímera, que desaparece cuando cae el telón y la realidad nos inunda.

Luchemos, pues, por una sociedad mejor; seamos optimistas: pidamos lo imposible.

Muchas gracias.

Dr. Antonio Jesús Pinto Tortosa.


Antequera, 7 de octubre de 2016

sábado, 9 de mayo de 2020

Comentario a propósito de un fragmento de "El malestar en la cultura", de Sigmund Freud

¿Qué le ha sucedido [al hombre] para que sus deseos agresivos se tornaran inocuos? Algo sumamente curioso, que nunca habríamos sospechado y que, sin embargo, es muy natural. La agresión es introyectada, internalizada, devuelta en realidad al lugar de donde procede: es dirigida contra el propio yo, incorporándose a una parte de éste, que en calidad de super-yo se opone a la parte restante, y asumiendo la función de «conciencia», despliega frente al yo la misma dura agresividad que el yo, de buen grado, habría satisfecho en individuos extraños. La tensión creada entre el severo super-yo y el yo subordinado al mismo la calificamos de sentimiento de culpabilidad; se manifiesta bajo la forma de necesidad de castigo. Por consiguiente, la cultura domina la peligrosa inclinación agresiva del individuo, debilitando a éste, desarmándolo y haciéndolo vigilar por una instancia alojada en su interior, como una guarnición militar en la ciudad conquistada.

S. Freud, El malestar en la cultura

El texto que nos atañe es un fragmento de la obra El malestar en la cultura de Sigmund Freud (1930), concretamente al capítulo séptimo. El ensayo en su conjunto constituye un análisis profundo de las circunstancias del ser humano, cuya identidad es contradictoria en doble sentido: por una parte, aspira a organizarse en comunidades cada vez más globales, en las que se integra como sujeto individual y, a la par, como miembro de una colectividad. Por otra parte, para alcanzar dicha organización ha de someterse a instituciones y elementos coercitivos, entre los cuales la cultura juega un papel fundamental, que restringen sus instintos animales y limitan su capacidad de acción. El autor desarrolla esta idea a lo largo de toda la obra, pero en el capítulo en el que se inscribe este fragmento detalla el proceso que convierte a la cultura en un instrumento de control del individuo.
El texto puede articularse en tres partes; la primera se ciñe a la línea inicial, en la que Freud formula la pregunta: “¿Qué le ha sucedido [al hombre] para que sus deseos agresivos se tornaran inocuos?”. La cuestión ha de ser relacionada con el comienzo del capítulo, cuando preguntaba: “¿Por qué nuestros parientes, los animales, no presentan semejante lucha cultural?”. Con “lucha cultural” se refería a la tensión entre el instinto de agresión del ser humano, en tanto que ente de origen animal, y la necesidad de reprimirse para posibilitar una vida en comunidad. Así pues, al comienzo del fragmento de cuyo comentario nos ocupamos conecta con aquella misma idea, y problematiza el tema central que va a abordar en las siguientes líneas, a saber: ¿por qué el sujeto se ve sometido a una lucha entre su instinto y las convenciones culturales?
La segunda parte abarca desde la línea segunda hasta la novena, ambas inclusive, y se subdivide en dos secciones. Para empezar, entre la segunda y la séptima línea el autor desgrana el secreto del enigma que nos presenta. Considera que la razón por la cual el ser humano deja de lado su instinto agresivo para vivir en comunidad pacíficamente, sometiéndose a las normas que la propia comunidad y la cultura le marcan, es curiosa, pero no por ello menos esperable de la propia naturaleza humana, en tanto que racional. En efecto, la única manera de que el individuo renuncie a su agresividad natural para convivir con sus semejantes no consiste en la supresión de tal agresividad, sino en su conversión en algo distinto, o en su sublimación hacia una forma diferente de violencia. En este caso, torna la agresividad hacia los demás en agresividad hacia sí mismo, y es aquí donde Freud saca a relucir un concepto fundamental de su pensamiento: el súper-yo. Dicho súper-yo es la conciencia que, como reflejo de nuestro instinto adversario hacia quienes nos rodean, pasa a serlo hacia uno mismo. Por miedo a perder el amor de quienes nos rodean, y también al castigo en caso de incumplimiento de las normas de convivencia, prefijadas por nuestro código cultural, nos auto-censuramos y nos convertimos en nuestro principal y peor enemigo, pues tendemos a ser muy exigentes para con nosotros en el cumplimiento de las normas.
Seguidamente, entre las líneas séptima y novena, procede a conceptualizar el sentimiento característico del súper-yo: el sentimiento de culpabilidad. Entre las dos formas de auto-coerción que el ser humano se impone, citadas previamente, la culpabilidad responde al miedo a la punición por el incumplimiento de las normas y convenciones culturales. Ese miedo, como decíamos, llega a ser tan fuerte que nos convierte en nuestro principal opresor; de suerte que, como consecuencia de la culpa nacida de la internalización de la agresividad que deriva en el súper-yo, llegamos a establecer sobre nuestra persona un criterio moral mucho más estricto que aquel que aplicaríamos sobre los otros. La situación llega hasta el extremo de que, en palabras de Freud en otras secciones de este capítulo, ni siquiera el individuo virtuoso se encuentra a salvo del sentimiento de culpabilidad. Antes bien, su sentido del deber hacia el ejercicio de la virtud le hará mantenerse siempre alerta ante una posible relajación de sus costumbres. De esta forma el súper-yo, que se transforma en sentimiento de culpa, impide que nadie esté exento de cumplir las normas, no tanto por su fiel observancia, cuanto por miedo a las repercusiones negativas de su incumplimiento.
Para concluir, entre las líneas novena y duodécima se recoge de nuevo la máxima fundamental del texto analizado: a la par que garantiza una vida pacífica en comunidad, sublimando la agresividad hacia los otros y convirtiéndola en agresividad hacia mí mismo, la cultura anula buena parte de la naturaleza individual. No solo porque lima las asperezas de nuestra herencia salvaje, sino porque al convertirnos en custodios de nuestra moralidad, constriñe nuestra espontaneidad y nuestra capacidad de acción en pro del bien de la comunidad, que prima siempre sobre el beneficio individual. La reflexión final, como la obra en su conjunto, nos permiten establecer la oposición de Freud hacia otros teóricos de la Ética, concretamente hacia Kant y su sentido de la ética del deber o deontológica, que para Freud no es sino otra representación del súper-yo.
Bibliografía:
Freud, Sigmund (ed. 2010). El malestar en la cultura. Madrid: Alianza.
Gómez, Carlos (ed. 2010). Ética y Psicología. En Carlos Gómez y Javier Muguerza, eds. La aventura de la moralidad (paradigmas, fronteras y problemas de la ética). Madrid: Alianza, pp. 131-162.

Kant, Immanuel (ed. 2018). Fundamentación para una metafísica de las costumbres, ed. Roberto R. Aramayo. Madrid: Alianza.